Me parece que si buscamos un caso típico de persecución a quien ha descubierto –y hecho públicas– oscuras tramas de la vida político-militar internacional, los hechos que rodean a Julian Assange reúnen, al menos en este año de 2012, las condiciones más destacadas.
Este pálido australiano residente en Suecia (y ahora en la embajada ecuatoriana en Londres), pasó a gozar de una fama bastante superior a la que ya envolvía a su espacio cibernético llamado Wikileaks. Bastó que difundiera una serie de intimidades de los vericuetos mundiales para que las furias de muchos sectores de poder se precipitaran sobre él de una manera nada halagüeña para su futuro. La intensidad de esos fogonazos fue proporcional a la cantidad y volumen de los secretos revelados. La potencia más escaldada en sus dignidades fue Estados Unidos, hasta el punto de dejar trascender el propósito de liquidarlo en cuanto pueda lograr su extradición. El modo de hacer que caiga en sus feroces redes jurídicas (siempre funcionales a los intereses supremos del Departamento de Estado, no obstante la declamación que los sitúa al servicio imparcial de la Justicia) no discrimina entre formas elegantes y métodos horrorosos, aunque al principio aquéllas se mantengan.
Y así fue: Suecia le pidió a Gran Bretaña la extradición, ya que Assange se encontraba allí, tomando distancia de una acusación de acoso sexual. No se requiere ningún grado de paranoia a fin de imaginar cuán permeable sería el país escandinavo a las presiones norteamericanas, si el reo cayese en la vorágine de las extradiciones sucesivas (la labor de la CIA -Agencia Central de Inteligencia, por si alguien no lo recuerda- ya se centró en presentar a Assange como un delincuente mundial). Pero lo que alimenta la sospecha del complot es, por sobre todo, la ridiculez de la causa por acoso sexual. El expediente, más que despertar la indignación por la supuesta conducta de un abusador, mueve a una carcajada descomunal: la mujer acusadora planteó que, en instancias de compartir noche y lecho con Assange, éste tuvo sexo en un momento en que ella dormía, por lo que ese coito (los anteriores, sí) no se hallaba autorizado. Que la Justicia sueca haya hecho lugar a un disparate de semejante calibre, despierta algunas susceptibilidades. No menos sospechosa fue la actitud de Gran Bretaña ante el refugio de Assange en la embajada de Ecuador: directamente amenazó con violar las normas diplomáticas y entrar a la sede por la fuerza; ¡Un poco exagerado el celo por detener a un presunto transgresor de la ley de otro país!
Tanta coordinación de parte de tantos poderosos en la finalidad de perseguirlo, callarlo o aniquilarlo, mueve a suponer que los datos que Assange divulgó por su red Wikileaks son informaciones de una veracidad extrema, y, al mismo tiempo, dejan entrever que su develación contó con otros colaboradores, realidad alarmante si las hay para quienes pretenden guardar secretos.
Por supuesto que este pálido australiano no es un hacker solitario, ni un timorato indagador de computadoras ajenas. Su sólida base informática cuenta asimismo con antecedentes de física cuántica y matemática. Wikileaks tampoco es un grupo de aficionados que se dedican en los ratos libres a navegar en espacios virtuales restringidos, si nos guiamos por las incursiones que originaron el escándalo. Pero no es eso lo que debe interesarnos en este momento, sino el contexto. Todo el proceso, desde que Wikileaks dio a conocer las datos hasta la entrada de Assange en la representación diplomática ecuatoriana, ha servido para que un trasfondo de neblinosos tentáculos se hiciera visible. Los sutiles modos del lenguaje internacional se transformaron en amenazas sin veladura, la descalificación se puso en marcha de una manera corrosiva, las campañas de desprestigio alcanzaron niveles superiores a los registrados en ocasiones análogas. El nerviosismo de los omnipotentes marca el límite de sus omnipotencias, lo cual es una esperanza de valor histórico; los viejos poderes, actualizados en sus medios por la tecnología, deben contar con que hay desafiantes también actualizados en sus medios por la tecnología, y, para colmo, por la misma tecnología; el veneno, sin querer, fabrica su contraveneno (¡Oh, Marx, qué sabio eres!).
En lo que se refiere a Estados Unidos, no puedo pasar por alto el recuerdo de dos casos con repercusiones equivalentes al de Assange, con las debidas diferencias de tiempos, circunstancias y personalidades: el matrimonio Rosemberg y el científico Oppenheimer. En el marco de la Guerra Fría, sufrieron la acusación de haber revelado secretos a la Unión Soviética. A los Rosemberg les aguardó la silla eléctrica; a Oppenheimer, el ostracismo y el repudio generalizado. En ambos casos no dejó de sobrevolar con insistencia clamorosa la falsedad de los cargos y la posibilidad de que las razones de las condenas fueran de otra índole, menos confesable para los juzgadores. Por eso, si Assange efectivamente, sea por los motivos que fueren, dio a conocer al mundo cosas reales, merece protección en homenaje a todos los que pagaron con su vida el atrevimiento de pensar fuera del molde occidental en vigencia.
Tanta coordinación de parte de tantos poderosos en la finalidad de perseguirlo, callarlo o aniquilarlo, mueve a suponer que los datos que Assange divulgó por su red Wikileaks son informaciones de una veracidad extrema, y, al mismo tiempo, dejan entrever que su develación contó con otros colaboradores, realidad alarmante si las hay para quienes pretenden guardar secretos.
Por supuesto que este pálido australiano no es un hacker solitario, ni un timorato indagador de computadoras ajenas. Su sólida base informática cuenta asimismo con antecedentes de física cuántica y matemática. Wikileaks tampoco es un grupo de aficionados que se dedican en los ratos libres a navegar en espacios virtuales restringidos, si nos guiamos por las incursiones que originaron el escándalo. Pero no es eso lo que debe interesarnos en este momento, sino el contexto. Todo el proceso, desde que Wikileaks dio a conocer las datos hasta la entrada de Assange en la representación diplomática ecuatoriana, ha servido para que un trasfondo de neblinosos tentáculos se hiciera visible. Los sutiles modos del lenguaje internacional se transformaron en amenazas sin veladura, la descalificación se puso en marcha de una manera corrosiva, las campañas de desprestigio alcanzaron niveles superiores a los registrados en ocasiones análogas. El nerviosismo de los omnipotentes marca el límite de sus omnipotencias, lo cual es una esperanza de valor histórico; los viejos poderes, actualizados en sus medios por la tecnología, deben contar con que hay desafiantes también actualizados en sus medios por la tecnología, y, para colmo, por la misma tecnología; el veneno, sin querer, fabrica su contraveneno (¡Oh, Marx, qué sabio eres!).
En lo que se refiere a Estados Unidos, no puedo pasar por alto el recuerdo de dos casos con repercusiones equivalentes al de Assange, con las debidas diferencias de tiempos, circunstancias y personalidades: el matrimonio Rosemberg y el científico Oppenheimer. En el marco de la Guerra Fría, sufrieron la acusación de haber revelado secretos a la Unión Soviética. A los Rosemberg les aguardó la silla eléctrica; a Oppenheimer, el ostracismo y el repudio generalizado. En ambos casos no dejó de sobrevolar con insistencia clamorosa la falsedad de los cargos y la posibilidad de que las razones de las condenas fueran de otra índole, menos confesable para los juzgadores. Por eso, si Assange efectivamente, sea por los motivos que fueren, dio a conocer al mundo cosas reales, merece protección en homenaje a todos los que pagaron con su vida el atrevimiento de pensar fuera del molde occidental en vigencia.
Diagramación & DG: Pachakamakin