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9.11.2013

LA ELECCION DE LOS MONOS











Las columnas que escribí hasta ahora pueden categorizarse de la siguiente manera: 


1] optimistas, 
2] pesimistas, 
3] absolutamente pesimistas, con augurios de tragedia, y 
4] esas que ni yo sé bien de qué hablan. 

Desde que instalaron medidores en la versión online de Perfil, noté una tendencia que confirmé recién, fijándome caso por caso. La mayoría de columnas pesimistas se corresponde con una mayoría de comentarios en Twitter. 

A las pocas instancias optimistas les fue mucho peor en Twitter y mucho mejor en Facebook, y a las más resignadas [3] no las quiere nadie, tienen todavía menos repercusión que las que no se entienden [4], aun cuando el número de lectores sea mucho mayor. No parece haber otro parámetro; no importa si son más aburridas o presentan ideas más interesantes. Lo que importa es si terminan bien o terminan mal.

No es novedad que todo el mundo –me incluyo– prefiere ver y compartir cosas que terminan bien. Me gusta El hombre elefante, pero no la recomiendo todo el tiempo, algo que sí puedo hacer, digamos, con Ferris Bueller. 

Más interesante es lo de Twitter vs. Facebook, porque parece reflejar la distinción universal entre mainstream y arthouse. Las tragedias son impopulares, la mayoría quiere que las historias terminen bien, y una minoría educada prefiere que terminen más o menos.

En 1956, el psicólogo estadounidense Jack Brehm recibió muchos regalos de casamiento y se los llevó todos a su oficina. Convocó a unas cuantas amas de casa y las sometió a un experimento que estableció las bases de lo que hoy se conoce como “paradigma de libre elección.” Brehm fue intuitivo y poco serio, pero medio siglo después sus conclusiones son universalmente aceptadas: nuestras elecciones modifican nuestras preferencias. 

Una vez que elegimos irnos de vacaciones a Tailandia, nos resulta más tentador que Brasil; el acto de elegir la cafetera hace que la cafetera nos guste más que la aspiradora. Lo cual no quiere decir que las preferencias no existan -por algo elegimos la cafetera-. Pero después de haberla elegido la preferimos más que antes.

Viendo si por ese lado entendía mejor la relación intangible que tengo con los lectores de esta columna, llegué al trabajo de Laurie Santos, que tiene un Laboratorio lleno de Monos en la Universidad de Yale. A los Monos les gustan los chocolates M&M y –en un momento de iluminación casual– la doctora Santos notó que no les importa de qué color sean. Les da lo mismo el color, son Monos. Salvo que los obligues a elegir entre un color y otro. 


Laurie Santos

El mismo Mono que antes comía cualquier M&M es forzado a elegir entre uno amarillo y uno azul. Si elige el azul, después prefiere el azul y descarta el amarillo. Distintos Experimentos, repetidos con un montón de Monos, demuestran que valoran más lo que ya eligieron: hacen lo mismo que las personas. 

O, mejor dicho -aunque suene peor-, nosotros hacemos lo mismo que ellos, por los mismos motivos, que –como suele pasar con los comportamientos derivados de un rasgo evolutivo– son interpretables.

Que esta tendencia exista no implica que determine nuestro comportamiento social, porque hay muchas otras variables, la razón entre ellas. Está de moda extrapolar darwinismo para explicarlo todo; prefiero evitar esa tentación. Pero me interesó una variante en el trabajo de Santos: si los Monos creen haber elegido el M&M azul, lo prefieren después de todos modos. Santos los engaña, les da el azul haciéndoles creer que eligen, cuando en realidad no tenían otra opción. Los Monos le creen, y después defienden el azul. 

No iba a hablar de esto, pero no pude evitar identificarme con el Mono: sospecho que si en esta elección la lista más opositora lleva de segundo diputado a un ministro kirchnerista, está pasando algo raro que merece ser investigado -no por mí-. Y que tal vez, a veces, elegir no sea la mejor manera de entender lo que uno quiere.


Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin