No recuerdo si fue bajo el gobierno de Macri, Telerman,
Ibarra o incluso antes, en el de De la Rúa, cuando era jefe de Gobierno de la
Ciudad. Pero recuerdo con exactitud que eran unos afiches que decían “La
cultura llegó a los barrios”, donde se indicaban las actividades en los centros
culturales barriales. Sería demasiado fácil burlarse de esos viejos carteles
que ya no recuerda nadie: la idea de que la cultura “llega” a un barrio, es
decir que se irradia desde el centro para llegar al barrio –que, obviamente,
antes de esa llegada no tenía cultura–, es tan rudimentaria que ni vale la pena
detenerse.
Otro asunto son las instituciones culturales y sus comercios que,
como sabemos, son cada vez más escasos en las barriadas porteñas. Cines que se
han vuelto garajes o templos, librerías que han cerrado, centros culturales
abandonados, son avatares de todos los días. Y si ya casi no hay esa clase de
establecimientos, tampoco llegan demasiado las publicidades sobre temas
culturales. A mí me gusta andar por las anchas avenidas del centro sólo para
ver las propagandas de las películas por estrenar, de las obras de teatro, de
los megarrecitales auspiciados por cervezas o celulares.
Por eso, mucho me
sorprendió, yendo a visitar a un amigo, la inmensa cantidad de afiches publicitarios
de Evita. Jirones de su vida, de Felipe Pigna, pegados en la avenida Alvarez
Thomas a la altura de la calle Estomba, en esa zona en que no se sabe si aún es
Villa Ortúzar o ya es Villa Urquiza o incluso Colegiales. Llegado a la casa de
mi amigo, le comenté el hallazgo y rápidamente, como en procesión cultural, nos
dirigimos a la esquina en cuestión. Efectivamente, allí estaban los afiches,
inmensos, resplandecientes. El mercado editorial también se ocupa de los
barrios. Y entonces, mientras mirábamos levemente embobados la reproducción de
la tapa del libro (una ilustración que muestra a Evita rodeada de niños), se
nos ocurrió sacar la cuenta de cuántos libros, en estos últimos años, se
escribieron sobre Evita y/o Perón y/o el peronismo: cuando, sin hacer
demasiados esfuerzos, ya habíamos contabilizado 116 (entre narrativa, poesía,
ensayo, no ficción) se largó a llover y tuvimos que guarecernos bajo un
techito: eso sí que es el clima de época. Y de repente, nos surgió la duda:
¿Pigna no había ya escrito sobre Evita? Que sí, que no, que cómo Pigna iba a
dejar pasar un filón así, que si también Pacho O’Donnell había escrito o no;
cuando de golpe vimos algo en el cartel que hasta ese momento nos había pasado
desapercibido: una especie de asterisco, una llamada, una estrellita de mil
puntas que en su interior decía “Nuevo libro”.
Todo ocurría como si la propia publicidad se hubiera
percatado de nuestras dudas y las había resuelto con un pequeño asterisco. ¡El
libro era nuevo! ¿Y cómo podía ser entonces que nos parecía irremediablemente
conocido? ¿Cómo podía ser que nos parecía que el libro ya había sido publicado
hace años, y no sólo eso, sino también que ya lo habíamos leído (sin necesidad
de leerlo), que ya sabíamos todo sobre el libro? El secreto de la publicidad:
volver familiar aquello que ya nos era familiar (ese es también el secreto de
buena parte de la literatura contemporánea de mercado o de la investigación
histórica o periodística ídem: lo nuevo que no renueva nada).
Algo mojados llegamos a la casa de mi amigo, y uno de
nosotros preguntó sobre los efectos culturales o políticos que pueden causar
esos “nuevos” libros, los debates o discusiones que se pueden generar en torno
de él. Un silencio entre piadoso y perplejo se apoderó de la habitación. Entre
tanta retórica épica y contrarretórica inexpresiva, el mercado es el gran
ausente de las discusiones políticas de estos años. En silencio, la casa gana.