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7.11.2012

SI EL VINO VIENE...

Por Roberto Daniel León


Con la habitual fascinación del bebedor, paseaba la mirada por varietales, malbecs, sauvignones y tintos tantos que ofrece la góndola del súper, cuando una joven acompañada por la cajera se acerca al sector de privilegio. 

Exhibe un estuche de madera para vino, de buena calidad, con habitáculos tallados en el interior de la tapa, conteniendo sacacorcho, termómetro y otros adminículos para la ceremonia del buen beber. 

Refiere la muchacha a los $200 (aprox U$S 50) que pagó por el estuche y pretende ayuda para elegir un vino acorde, a fin de “quedar bien” con el regalo. Implícito en el diálogo el permiso para intervenir, sugiero un Rutini (lo mejor exhibido), que ostenta míseros (por comparación con el estuche) $62.-

La dama retrocede espantada y opta por otra bodega que ofrece uno de sus tintos a $12.- Todos felices, sonrisa de despedida y agradecimiento por nada... es decir, por la frustración de la primera impresión y por la confirmación de una persistente observación: vivimos a cada instante la cultura de la imagen, de la apariencia, del “parecer ser”. 


Nada de esta elucubración estaba –seguramente- en la cabeza de la joven que quería agasajar a su suegro. Casi no tengo dudas de que haya logrado “quedar bien” y es probable aún que, mas allá de eso, legítimamente aprecie a ese hombre. 


Sin embargo, influida por esta cultura hasta lo hipnótico, nunca supo que privilegiaba el continente por sobre el contenido. Lo esencial es invisible a los ojos, había dicho Saint Exupery en El Principito, también solitario y frustrado a estas alturas.

La desmedida y sobrevalorada importancia que se le da a los envases (continente), actúa en desmedro de los contenidos; tanto así que, no hace mucho, una publicidad llamaba la atención con el lema: lo que importa es la cerveza.

Pero, infinitamente mas trascendente que los objetos es la persona y, sin embargo, el packaging se apropia despiadadamente de ella, envolviéndola en una presentación exquisita, excluyendo sin ningún pudor al contenido, de tal modo que todos los estímulos están dirigidos al cuerpo, el envase o continente de la persona.

Se transmite con abrumadora fuerza la idea de que ésta y su apariencia serían la misma cosa, creando estereotipos para todos los gustos y proliferando entonces no pocas decepciones que aún no alcanzan para despertar a esta humanidad occidental, cristiana y globalizada, del sueño hipnótico en que se encuentra por obra y gracia del consumismo (entre otras cosas que podemos buscar mas atrás).

Tenemos hoy superabundancia de cosméticos, cirugías, gimnasios, prendas de vestir, drogas, derivados lácteos y otros incomibles que suelen venderse con el argumento de que servirían para vivir más, una falacia que en realidad confunde el vivir de la persona con el durar del cuerpo, con el agravante de la dudosa efectividad del producto aún en eso de la duración. 


Suele proponerse también que “verse bien” tendría efectos milagrosos en el “interior” del sujeto que, a estas alturas, ya es objeto; habiendo resignado su condición de ser pensante, a la de ser pensado por otros, esos que le dictan como es “verse bien” y que comprar para lograrlo. 

Dado que esta última condición persigue intereses de poder, casi invariablemente económicos, ¿Cuánto de la persona puede llegar a construirse? ¿Cuánto de su propio deseo? ¿Cuánto de adquisición de conocimientos, de capacidad de análisis, de evaluación y valoración de actitudes? ¿Cuánto estímulo dedicado al pensamiento, a la construcción de la persona que habita ese cuerpo? ¿Cuánto valor se adjudica a las “mil palabras” que crean y construyen, y cuánto a la imagen que supuestamente “vale más”?

“Si el vino viene, viene la vida...” jugaba y casi cantaba don Horacio Guaraní; pero, ¿Qué pasa si solo viene la botella? Aquí, precisamente, es donde estamos.






Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin
Portada: Pachakamakin