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6.10.2011

EL HOMBRE, EL CLIMA Y LOS DESASTRES


Por Juan José Oppizzi


Cuando una granizada, un huracán o una inundación se precipita sobre las viviendas y los elementos que le sirven para existir al hombre, esos hechos adquieren la categoría de “desastre”. Tales “desastres” son catalogados como “naturales” para diferenciarlos de los que el hombre desencadena, como las guerras, las persecuciones, las limpiezas étnicas o las contaminaciones del medio ambiente. El conocimiento actual tiende a achicar las diferencias entre el concepto de desastre natural y el de desastre provocado, en virtud de que respecto de los primeros ha surgido una certeza: el grado de responsabilidad humana. 

Ya está suficientemente proclamado el efecto de la mano del hombre sobre el cambio climático. Y vale la pena subrayar que también la idea del cambio climático está siendo manejada en forma alevosa, y la mayoría de la gente repite argumentos que están más cargados con el viejísimo tinte apocalíptico de los predicadores efectistas que con los análisis claros de una realidad concreta. Alguna vez debería hacerse un estudio sobre el gran negocio mediático que le implica a numerosos charlatanes el hablar disparates y fabricar teorías absurdas, aparte de la confusión que desparraman. Pero aquí me interesa apuntar, más que nada, ángulos poco frecuentados del problema. Por ejemplo, algunos datos de la historia de nuestra Pampa.

En la actualidad, la Pampa suele dividirse en Húmeda y Seca. La Húmeda es la del este, más o menos desde la línea fronteriza entre las provincias de Buenos Aires y La Pampa, hasta el Río de la Plata y el Océano Atlántico. La Seca es la ubicada al oeste de esa línea, es decir la que coincide más o menos con el territorio de la provincia de La Pampa. Hace doscientos años, no había pampas húmedas o secas; toda la región era predominantemente seca. Había unos pocos grandes cursos de agua –el río Salado del sur, el Arrecifes, el Vallimanca, el Quequén, el Sauce Grande, dichos con sus actuales nombres– y los que hoy revisten el carácter de arroyos respetables eran apenas cañadones intermitentes. Las lagunas eran mucho menos abundantes. Los aborígenes apreciaban las zonas húmedas, dado que las estaciones de calor reducían las posibilidades de aprovisionarse de agua potable. Sus asentamientos eran en terrenos que quedaban a salvo de aluviones (aunque las lluvias solían ser más espaciadas que ahora). Cuando los colonizadores europeos invadieron por completo las tierras de esta zona, en la segunda mitad del siglo XIX comenzó el primer gran cambio ecológico: la forestación. Excepto el ombú, una hierba gigante, en toda la Pampa no existían vegetales que pudieran dar la misma sombra. Desde 1850, llegaron árboles ajenos al medio: higuerillas, acacias, sauces, paraísos, eucaliptos, álamos, cipreses, pinos, cedros, abetos, araucarias, ligustros; sin contar los frutales: naranjos, mandarinos, limoneros, manzanos, olivos, durazneros, ciruelos, nogales, castaños. El efecto de la población arbórea fue casi inmediato: el aumento de la sombra disminuyó la evaporación del agua; la cuota multiplicada de oxígeno cambió la composición del aire; el tejido de raíces modificó la manera de absorber y recuperar los líquidos en los suelos.

Después llegó el otro gran cambio: la explotación intensiva de la ganadería. Enormes masas de animales ovinos y vacunos se distribuyeron por extensiones que antes habían visto discurrir el ciclo de sus pastizales en forma lenta. El consumo rápido de hierbas obligó a la tierra a una renovación igualmente acelerada, con la añadidura del abono animal.

A esa altura, la humedad ambiente empezó a crecer, las lluvias se hicieron más frecuentes, los vientos llenos de polvo de otrora comenzaron a transportar mayor cantidad de nubes, se hizo habitual un fenómeno que solía visitar la región muy de vez en cuando: la niebla. Los ríos se fortalecieron; las lagunas mantuvieron sus caudales todo el año; los cañadones dibujaron arroyos persistentes.

Y entonces llegó el mayor de los factores de cambio: la explotación agrícola. Por primera vez se araron miles de hectáreas; se sembró maíz, trigo, girasol, lino. Los campos se vieron tapizados por nuevos vegetales no graníferos: el cardo de Rusia, el sorgo de Alepo, la alfalfa y más recientemente la celebérrima soja. Algunos, dañinos; otros, complementarios de las siembras y de los abonos, y otros, ambas cosas. El régimen de absorción de agua se alteró; surgió pronto un fenómeno que, de insignificante, pasó a ser importante: la erosión.

Tantas modificaciones fueron acompañadas del poblamiento humano. Se formaron parajes, villorrios, ciudades. Se trazaron caminos, se construyeron puentes. Vino el ferrocarril. Los caminos y las vías férreas se hicieron sobre terraplenes. Se construyeron diques y represas, que formaron inmensos espejos de agua, a su vez fuente de ciclos ampliados de condensación y evaporación.

Aquí voy a exponer una teoría que puede sonar extraña, ya que contradice las afirmaciones masivas habituales: hasta ahora, las modificaciones realizadas por el hombre sobre su medio ambiente han ido más rápido que los cambios palpables de éste. Pero, justamente, ése es el problema principal. Las granizadas, los huracanes, las lluvias, no son muy diferentes de lo que eran hace doscientos años, aunque algo hayan variado; sólo que ahora inciden sobre una estructura que en aquel entonces no existía. Una granizada de 1800 en esta región podía afectar a los animales autóctonos y a los centros poblados indígenas (mejor preparados que muchas de nuestras modernas construcciones); un huracán quizá a lo sumo rompía algunos ombúes; el desborde de un río no era algo digno de mención para los habitantes primitivos de la Pampa, salvo por impedirles el paso al otro lado en algunos días. Los fenómenos climáticos –pese a lo que digan exaltados sabihondos– no son más intensos ahora que en el pasado. Hasta podría citar la novela Los hijos de capitán Grant, de Julio Verne (hombre bien informado, si los hubo), en la que se menciona una pedrada ocurrida hacia 1830 en Guaminí (recordemos que parte de dicha novela se desarrolla en esos lugares), oportunidad en que murieron ñandúes, liebres, peludos y zorros. Imaginemos el escándalo que harían los gritones mediáticos de hoy si sucediera algo como eso arriba de nuestras modernas cabezas y de las de nuestras refinadas mascotas. Asimismo, un argumento puramente físico desmiente que los vientos de la actualidad sean peores que los de aquellos años: la cantidad de árboles que hay a lo ancho de la Pampa le pone obstáculos a la marcha de las masas de aire inferiores.

Una granizada actual encuentra millones de techos, de vehículos y de árboles frutales donde caer. Un huracán se apoya en millones de construcciones y puede hacer volar millones de objetos. Un desborde de río puede tapar millones de viviendas ribereñas, arrastrar miles de puentes y romper cientos de diques. Aun si esos fenómenos tuviesen la mitad del volumen que tenían en épocas remotas, igualmente harían miles de veces más daño, a causa de todas las cosas que hay expuestas a dañarse. El desarrollo de muchísimas recientes obras como carreteras, barrios nuevos de ciudades, elevación de terrenos, modalidad de laboreo de los campos, canalizaciones para el drenaje de diversas fuentes de agua temporarias y permanentes, etc., no siempre –o mejor dicho casi nunca– fue contemplado en línea con estudios de hidráulica, de topología o de antecedentes geográficos. Simplemente se realizaron de acuerdo con criterios momentáneos (cuando no oportunistas) e individuales, es decir no en función de la pertenencia a la comunidad. Entonces cuando parte de una ciudad queda arrasada, porque las viviendas de los planes sociales no fueron construidas previendo la eventual fuerza de los vientos, porque se rellenó absurdamente el lecho de una cañada, porque no se revisó la profundidad y características de las napas subterráneas o porque se creyó que el pacífico río cercano seguiría en el mismo nivel de crecidas aun cuando se le vuelca el triple de escurrimientos que diez años antes, entonces la rapidísima solución argumental es la del “inexplicable comportamiento del clima”, la de las lluvias “inéditas”, los vientos “nunca vistos”, las crecientes “inesperadas y más grandes de la historia”...

Una de las incógnitas con las que nos hallamos en cuanto accedemos a la indagación del cambio climático es hasta qué punto es un cambio y hasta qué punto el hombre cambió los elementos sobre los que el clima actúa. Si no logramos establecer con exactitud una y otra cosa, las soluciones que se puedan aplicar serán parciales. Tal vez los efectos del dichoso cambio aún no sean tan palpables; quizá cuando lo sean no puedan revertirse. 





5.22.2008

LA CONTAMINACIÓN MUNDIAL

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



Hay sectores que alertan sobre las consecuencias que traerá para el futuro del planeta la constante polución que provoca el hombre. Desde hace unos treinta años, más o menos, nacieron organizaciones ecologistas empeñadas en luchar por la preservación del medio ambiente. Formaron partidos políticos (llamados en Europa “los verdes”) y lograron introducir en las Naciones Unidas su temario. Sus llamados no se interrumpen y, cada vez que sucede una catástrofe climática o un derrame de sustancias químicas, aprovechan para desplegar una estrategia que consiste en poner esos hechos como ejemplo de la devastación que se produce a cada minuto.


Esta labor empeñosa y no siempre entendida en su verdadero alcance benéfico derivó, entre otras cosas, en la firma de un tratado internacional que se bautizó con el nombre de la ciudad donde fue hecho: el Protocolo de Kyoto. En el texto, un numeroso grupo de naciones se comprometió a disminuir la emisión de gases tóxicos a la atmósfera, acción considerada un paso ínfimo, pero paso al fin, para amortiguar el efecto invernadero. Desde ya que varios de los principales emisores de elementos dañinos no suscribieron el pacto y no se molestaron en dar muchas explicaciones que justificaran las negativas. Una de las naciones más reacias a estampar la rúbrica fue Estados Unidos de Norteamérica, y su actitud resulta muy problemática, ya que emite a la atmósfera el treinta por ciento de las emanaciones que el mundo deja escapar. Sumado a otras naciones industrializadas que se negaron a aceptar el compromiso, el volumen de polución que seguirá estropeando el aire reduce el tratado a un gesto poco menos que inútil.

Sin embargo, hubo un aspecto muy útil en las deliberaciones, en los conciliábulos previos a la firma del tratado y en todas las reuniones que las Naciones Unidas continuaron realizando alrededor del tema: el esclarecimiento de cuáles son los verdaderos obstáculos que impiden un acuerdo unánime sobre algo que nos concierne a todos. Siempre que los miembros de organizaciones ecologistas investigaron los procesos de contaminación, se estrellaron con el muro de los grandes capitales, que no le dan importancia alguna a nada que no sea su propio crecimiento. Plantear la necesidad de freno al derrame de líquidos en ríos, de vapores nocivos, a la contaminación sonora, encuentra de parte de las empresas industriales un alerta por los posibles gastos que insumiría la colocación de mecanismos depuradores. Ni nos molestemos en imaginar la respuesta si se trata de una sugerencia más profunda, como la de repensar los sistemas productivos.

Desde la Revolución Industrial, el capitalismo funciona en base a la misma dinámica: crear objetos en series, de diferente grado y utilidad, para venderlos. Con ese fin se reencauzó la explotación de la clase obrera. La falla intrínseca del sistema se reveló a poco de andar: los millones de individuos esclavizados no podían, a su vez, acceder al consumo de los productos que velozmente fabricaban, y como la finalidad del capitalismo fue siempre el mantenimiento de una élite dominadora y el aumento de la masa proletaria, empezó a haber exceso de objetos producidos y falta de consumidores. En esa instancia, la plutocracia tuvo que aflojar algunos de sus postulados. Las convulsiones de 1848 en casi toda Europa, la Comuna de París, las revoluciones Rusa, Mejicana, China y Cubana, por mencionar algunos hechos de los siglos XIX y XX, fueron encendiendo alertas que significaron una mejora en las condiciones de los trabajadores por parte de los capitalistas; éstos se dieron cuenta de que así, amén de prevenir rebeliones, también podían obtener consumidores entre los explotados. Más tarde, el crecimiento de la tecnología le dio a los grandes propietarios del dinero y de los bienes otra ilusión: ya no tendrían que depender de la masa proletaria en los mecanismos productivos; las máquinas reemplazaron a los obreros. Sin embargo, los hombres y mujeres echados del sistema fueron componiendo un sector nuevo: los desocupados, una multitud que tampoco podía ser consumidora de nada, a pesar de que su condición la volvía muy dócil a cualquier propuesta laboral, por humillante que fuera. En la Argentina, por ejemplo, alrededor de diez millones de personas quedaron al margen de las estructuras laborales y sociales en la siniestra década de los noventa. Los pregoneros del neoliberalismo sostuvieron que eso era lo correcto y, pateando futbolísticamente la cuestión hacia delante, dijeron que los desocupados irían incorporándose poco a poco, a medida que el sistema encontrara sus inevitables reacomodamientos. El derrumbe de 2001 dejó en claro el disparate de esa filosofía. La realidad le quitó al capitalismo la validez del cómo.

Ahora, la contaminación mundial le plantea una última sentencia al capitalismo: le quita el para qué. Y esto proviene de su misma idiosincrasia. Un mundo que exhibe dudas enormes en cuanto a la supervivencia de la humanidad es un mundo que comienza a perder sentido; pero, por primera vez en la historia, comienza a perder sentido para todos. La burguesía que gobernó el planeta desde la Revolución Francesa, pudo en todo ese tiempo manejar el destino de gran parte de los habitantes del globo, condenarlos a la miseria y la muerte, sin que su futuro como clase tuviera un final visible. Ahora, una eventual catástrofe ecológica dibuja el corte cierto del camino: ya no habrá nadie libre de las consecuencias.

La actitud de los grandes centros económicos es la peor: ignorar las advertencias y ponerse en contra de las medidas preventivas. Sigue la tala de bosques, el agotamiento de las tierras por laboreo indebido, el envenenamiento de las capas freáticas por los herbicidas, el exterminio de especies animales que cumplen fines equilibrantes. Tal vez su criterio es el único que pueden tener. Una maquinaria que funciona automáticamente en procura de riquezas no conoce el margen de libertad y de imaginación como para pensar otra cosa.. Lo llamativo es que durante siglos los grandes capitalistas se jactaron de ser prácticos, de no perder el tiempo en lirismos inútiles, y en este momento demuestran ser ciegos ante una eventualidad más que previsible.

En algún momento de los años venideros, la humanidad en su conjunto se preguntará con desesperación si no será hora de modificar drásticamente los sistemas que la rigen. Ya no la conducirán a esas reflexiones los ideales filosóficos, políticos o humanísticos que sembraron en otras épocas el ansia de cambio en muchos hombres; será pura y simplemente el instinto de conservación.




Ilustración: Ernst Fucks
Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández