Escuché una canción de REM y casi vomito. Me gusta REM, el problema es otro. Alguien publicó en Internet versiones idénticas de temas muy conocidos en una escala menor, reconvirtiéndolos antes a una escala mayor. La melodía cambia poco, pero algo serio se convierte en algo alegre y los efectos son perturbadores. En mi caso, se le agregaron náuseas y mareos. No pude seguir escuchando.
No es novedad que la música produce efectos físicos y químicos en el cerebro. Nos pasa a todos un poco y a quienes sufren de sinestesia les pasa demasiado. Ya en 1937 el neurólogo inglés Macdonald Critchley había notado que determinadas canciones –todas distintas, dependiendo del paciente– podían causar ataques de epilepsia. Aunque los casos de epilepsia musicogénica son raros, la reacción inicial, no tanto; hay bastante gente que describe síntomas similares a los míos. Todos ellos, dice Critchley, dejan de escuchar para prevenir el episodio epiléptico. No me voy a arriesgar a las convulsiones para comprobarlo.
Lo sorprendente en este caso es que mi rechazo físico parece tener una base cultural. ¿Me pasaría lo mismo si no conociera la canción original? Sospecho que no. Lo que me enferma parece ser la yuxtaposición forzada de una realidad angustiante conocida y un estado emocional “alegre”. Como si a alguien que llora le pusieran de fondo risas grabadas, como los conejos de David Lynch, como lo que pasa en la Argentina.
Poca gente lo sabe, pero en su juventud Frank Zappa compuso mucha música que nadie escuchó nunca. Empezó a componer a los 12 años, porque le gustaban los dibujitos y le salían bien. Como no conocía ningún músico, pensó que eso hacía todo el mundo: primero dibujar hasta que te guste cómo queda y después dárselo a un músico para que lo toque. Zappa no podía leer lo que escribía, pero dibujaba partituras lindísimas. Cuando, años después, escuchó sus partituras tocadas por un músico, casi se muere:
“Fue el shock de mi vida”, cuenta Zappa. “No sonaba en absoluto como yo me había imaginado. No me quedó más remedio que empezar a ver cómo funcionaba un sistema que evidentemente no entendía.”La historia de Zappa es disparatada, pero no tanto para quienes aprendimos a leer música ya siendo adultos y conservamos fresco el recuerdo de cuando esos símbolos nos resultaban incomprensibles. Hace poco me compré el nuevo disco de Beck, que no existe, y lo estoy disfrutando como si a Zappa le hubieran salido bien sus partituras infantiles. Se llama Song Reader y está compuesto únicamente por partituras de las veinte canciones que normalmente habríamos consumido en forma de disco.
No hay forma de saber cómo son las canciones sin sentarse a tocarlas, salvo que uno busque en Internet versiones tocadas por otros, pero eso sería hacer trampa; la gracia está en maniobrar la notación musical –un sistema de por sí limitado, y más si uno no sabe leer muy bien ni muy rápido– para acceder a la música de otro escuchándose a sí mismo. Este procedimiento, común en la música clásica y el único disponible hasta hace un siglo y medio, resulta revelador aplicado al pop de nuestra generación. Te cambia la vida, al menos por un rato y tal vez para siempre.
En la introducción a Song Reader, Beck recomienda:
“No sientan que deben ser fieles a la partitura. Usen cualquier instrumento. Cambien los acordes o las melodías. Conserven sólo la letra si hace falta. Toquen solos o con sus amigos; rápido o lento, en el ritmo que prefieran”.
No hay moraleja en Song Reader, pero sí la exigencia de entregarse a una progresión necesaria: la de aprender y estudiar para poder ser libres y entender a los demás.
Mis columnas del domingo suelen ocuparse de la situación cultural en la Argentina. No voy a arruinar la de hoy hablando de Luis D’Elía, que esta semana negó la existencia del castellano. Siguiendo el ejemplo de Beck, confío en que cada uno sabrá interpretarla de alguna manera interesante.
Arte: Free Vector
Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin