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7.22.2012

EL EXPERIMENTO EN PARAGUAY

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



El derrocamiento del Presidente constitucional de Paraguay, Fernando Lugo, mediante una maniobra parlamentaria, debe encender una luz roja en toda América Latina. Ya ni es motivo de debate la premeditación: el reemplazante, Federico Franco, antes Vicepresidente, nunca dejó de traslucir la idea de sustituirlo. Casi desde el momento en que Lugo asumió, Franco fue su enemigo. No es materia de este comentario el porqué de que una dupla tan dispar accediera por el mismo riel a sillas gubernativas. Las complejidades de la sociedad paraguaya hicieron que estos dos hombres, tan opuestos, se ubicaran en sitios claves para que los hechos transcurriesen como transcurrieron. Lo cierto es que Fernando Lugo encarnó una esperanza, la primera, de que Paraguay comenzara a ir por el sendero de la reconstrucción social y de la modernización económica.

La historia de ese país fue una sucesión de tragedias que lo hundieron en situaciones extremas. La más famosa de ellas fue la llamada “Guerra de la Triple Alianza”, de 1865, hoy certeramente llamada por muchos “Guerra de la Triple Infamia”, en la que se hicieron trizas los logros de una nación dueña de la primera vía férrea y de uno de los primeros emprendimientos metalúrgicos de Sudamérica. Enfrentado a Argentina, Brasil y Uruguay, el pueblo de Paraguay resistió heroicamente durante cinco años los embates de ejércitos mucho más poderosos y de propósitos mucho más sangrientos que los que ya supone una guerra. Por la parte argentina, reveladora correspondencia privada de y entre los dos máximos responsables del conflicto, Mitre y Sarmiento, deja al desnudo que los objetivos no eran la mera derrota militar del país guaraní, sino su aniquilamiento integral. Y si quedaba alguna duda, la finalización de la contienda se encargó de borrarla: la población paraguaya quedó reducida a un cuarto de lo que era, su infraestructura quedó hecha una tierra vacía y su futuro quedó hecho un pago de deudas de guerra cuyo volumen hubiera sido gravoso aun para una potencia europea. De ahí en más, Paraguay dejó de tener una presencia relevante en el concierto de las naciones del Cono Sur.

El ascenso de Fernando Lugo al sillón presidencial no significó su ascenso al poder. En la primera mitad del siglo XIX se formó una burguesía de pocos que esclavizó y depauperó al proletariado de muchos. Y en la segunda mitad, se produjo la llegada de Alfredo Stroessner que, durante más de treinta años hizo la labor de gendarmería necesaria como para que esa situación se mantuviera. Los partidos Colorado y Liberal, tan derechistas como astutos en maniobrar en bien de la conservación del viejo orden, no le dieron tregua al fornido ex sacerdote. Lo primero que explotaron fue su vida íntima: la existencia de un hijo suyo hizo que la propaganda multiplicara los casos y que aparecieran no menos de diez mujeres (acaso muy bien pagas por los detractores) reclamando por igual motivo. La premisa de Goebbels (aquél ministro de Hitler que esgrimió la consigna “miente, miente, que algo quedará”) se cumplió a satisfacción de los enemigos de Lugo: para gran parte de la opinión pública, los testimonios –algunos, de una inconsistencia ridícula– de las mujeres acusadoras se erigieron en verdad absoluta, porque, claro, no se difundieron las demostraciones en contrario halladas, o demoradas, por la Justicia. Otro de los aspectos que atacaron las fuerzas reaccionarias fue la constante preocupación de Lugo por las capas más bajas de la ciudadanía. En su desempeño sacerdotal ya se había movido en la franja progresista de la Iglesia Católica; había tenido actuación destacada y conocimiento apropiado de la situación paupérrima de la mayoría de los paraguayos (añadamos que el abandono de los hábitos le trajo la condena feroz de la Iglesia y que el hecho de que fuera el Vaticano el primer estado en reconocer al fraudulento gobierno de Franco, transparenta una abierta venganza). 


Desde el cargo mayor del país, siguió –con severas limitaciones de diverso tipo– bregando para que más de la mitad de la población pasara de la categoría de entes marginados a la de seres humanos con derecho a algo. Y ya se sabe que elevar el nivel de vida de un grupo de postergados implica quitarle herramientas extorsionadoras a los que medran con sus necesidades. Por lo tanto, los propagandistas del conservadorismo no tardaron en acusarlo de “exacerbar el odio entre los paraguayos”. Pero el punto que colmó la paciencia (ya suficientemente escaldada) de esos sectores fue la firma, por parte del gobierno de Lugo, de la “Cláusula democrática” del MERCOSUR, un artículo que fija como condición de permanencia en esa prometedora sociedad regional el ejercicio irrestricto de los mecanismos de soberanía popular en cada país miembro. Por supuesto, uno de los motivos enumerados en la parodia de juicio político que el Parlamento de Paraguay ejecutó en tiempo relámpago sobre su Presidente constitucional fue que la firma de tal artículo era “lesiva para los intereses del país” (¡Como si no fuera mucho más lesiva para cualquier país la interrupción del funcionamiento democrático!).

Aquí llegamos al punto relacionado con la calificación del título: “Experimento”, porque es eso lo que en realidad condujo todo el proceso de sustitución de Lugo por Franco. Tanto el MERCOSUR como la UNASUR son formaciones de bloques inéditas en la historia de nuestra América Latina, y constituyen un abierto desafío al orden vigente durante cien años. No es necesario aclarar quién fue la cabeza de aquel orden, pero sí es necesario recalcarlo para que esa verdad se afirme una vez más: Estados Unidos de Norteamérica. Tampoco es necesario aclarar a quién beneficia que uno de los miembros de estos bloques cambie de orientación política y busque reanudar los antiguos vínculos tutelares. No fue casualidad que uno de los primeros contactos del elenco golpista paraguayo fuese con el gobierno estadounidense y contuviera la promesa de vía libre para la instalación de una base militar yanqui en la región del Chaco boreal. 

El “Experimento” consiste en testear qué sucede con esta movida ajedrecística de la Mayor Potencia Mundial (le queda el título en el plano militar, y a duras penas). Ellos ya dieron un primer golpe en Honduras, y les salió bien porque la modalidad fue nueva, no implicó el involucramiento de fuerzas militares y se armó con el disfraz de un mecanismo legal. Ése es el modus operandi de ahora. La intervención en Paraguay tiene la misma forma, sólo que en este momento implica el ataque a una alianza regional, y el avance sobre una de las zonas más ricas del mundo (a tiro de misil corto les quedaría el inmenso acuífero del Amazonas y las fertilísima Pampa). La respuesta debe ser proporcional a la osadía. Por lo pronto, el ingreso de Venezuela (de la condenada, odiada y combatida por la CIA, Venezuela) es sumamente auspicioso; también, la propuesta del presidente uruguayo Mujica de unificar la UNASUR y el MERCOSUR. Una labor cuidadosa también debe ser la neutralización de las avanzadas internas de Estados Unidos en cada uno de los países involucrados, es decir aquellas organizaciones, corporaciones o sectores que trabajan para restaurar o crear circunstancias propicias a sus intereses.

Que el “experimento” les resulte exitoso o desastroso, depende de nosotros, los habitantes de esta parte del mundo.


Portada: Pintura de Larkin
Diagramación & DG: Pachakamakin

3.11.2012

BIOGRAFIAS Y NOVELAS BIOGRAFICAS

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS





Viene a cuento recordar que una biografía es el seguimiento documentado de los hechos de una vida. Existen biografías de miles de personas que se han destacado en algo, y tanto es así que estas narraciones cronológicas ocuparon el lugar de un género dentro de las clasificaciones literarias. 

Por otra parte, una novela biográfica es lo mismo, sólo que con el aditamento de la fantasía del autor, a través de la cual se construyen sucesos que no figuran en la documentación respaldatoria. 

Ahora bien, esa diferencia entre ambos tipos de obras es de suma importancia para entender el papel que cada una desempeña en referencia a la persona de la que se ocupa. En la actualidad es común leer la calificación de “biografía autorizada” o de “biografía no autorizada” para los libros que, especialmente, cuentan los pasos de celebridades contemporáneas. 

Ahí, por supuesto, se deja indirecta constancia de la credibilidad que puede o no merecer el contenido. Se supone que en una “biografía no autorizada” habrá muchísimos datos que, al no tener la censura del biografiado, aparecerán con nitidez absoluta. 

Las “autobiografías” cargan con una subjetividad adicional, que las vuelve aún menos confiables. Las especulaciones que ofrece de por sí el género biográfico son tan amplias como diversas las manos y los criterios de quienes se ponen a escribir. 

Hay biografías apologéticas, es decir aquellas que tienen por objeto ensalzar a los que motivan su aparición; hay biografías críticas, embarcadas en lo contrario; y hay –las menos– concienzudos trabajos empeñados en salirse del maniqueísmo, del garronerismo y del edulcorante sintético. 

Con estos antecedentes, queda bien claro que establecer la diferencia entre una “biografía” y una “novela biográfica” no es una tarea sencilla. Se sabe que, en lo profundo, la biografía tiene un compromiso con la verdad y que la novela biográfica lo tiene con la amenidad. Allí donde la biografía reconoce que no tiene qué poner, la novela biográfica pone lo que no conoce. 

Cuando leemos un libro actual sobre alguien que vivió hace mucho tiempo, cuanto más seguros son los detalles y más completo el panorama, menor es el apego al rigor histórico. En muy pocos casos habrá suficiente documentación real como para llenar con minuciosidad el relato de una vida. 

La correspondencia, la obra escrita o los testimonios de allegados, y hasta los diarios íntimos, dejan siempre en blanco mucho de lo que es cada existencia humana. Para la biografía, esto siempre será un problema; para la novela biográfica, en cambio, esto será la oportunidad de ejercitar la imaginación.

Acá llegamos al punto en donde biografía y novela biográfica se enfrentan. Si el norte de la biografía es la verdad, la labor de la novela biográfica tiende a complotar contra ella, porque fabrica mitos. Un ejemplo por antonomasia de este choque es la película Amadeus de Milos Forman. 

Su fidelidad a los hechos de la vida de Mozart y a las características personales de este genial músico lleva la sospecha de la versión libre. Forman se ensañó particularmente con la figura de Salieri, el maestro de Mozart. Según la película, fue un mediocre, lleno de envidia por el genio de Salzburgo, rumió veneno hacia él y acabó en un intento de autodegüello, a partir del cual sólo vivió para recordar masoquísticamente  los episodios relacionados con el joven compositor. 

Los datos biográficos de Salieri indican que, lejos de haber cesado en el papel de maestro, siguió dando lecciones de música y tuvo por alumnos a otros dos colosos del pentagrama: Beethoven y Liszt; incluso está documentado el afecto que Beethoven –carácter levantisco y susceptible– sentía por él.


Respecto del propio Mozart, las tintas se cargan en algunos rasgos improbables: intercala actitudes de imbecilidad (incluso de grosería) y gestos de suprema conciencia. Sus cartas, si bien delatan a un humorista picante, gustador de las mujeres y de la buena vida (que casi no tuvo, porque murió en la peor de las miserias), jamás revelan características de pobreza intelectual ni de chabacanería cotidiana. 

Hoy, a tantos años del estreno de ese filme, en numerosos criterios la figura de Mozart continúa asociada a la envidia de Salieri y a la risita idiota que el libretista le hizo emitir al actor que encarnó al músico austríaco.

El libro de Félix Luna sobre el General Roca fijó una imagen poderosa del personaje histórico. Al haber sido escrito en primera persona, se le trasladaron las obligatoriedades de una autobiografía, pero como no lo es, tiene la herramienta que le permite darle majestad y credibilidad a las ideas del protagonista, sin que aparezca una inclinación demasiado notoria del autor por él. 

La obra intenta hacer de Roca lo que tal vez no fue: alguien con una rotunda personalidad y una mente brillante. El hecho de que haya ocupado los sitios que ocupó, originaron actitudes y acciones que hacen a la simple mecánica de esos sitios. 

Su protagonismo mayor (aparte del que surge por haber sido Presidente de la Nación), la jefatura de la última Campaña del Desierto, no puede ser alabado ni en base a la justificación argumental de Félix Luna. Los hechos concretos, documentados, pintan al General Roca como un ejecutor de los designios de una clase en ascenso y en expansión territorial. 

Ponerle a la limpieza étnica y a la depredación un cartelito patriótico (la dichosa “necesaria” consolidación del país) deja su criminalidad intacta. Tampoco fue, dentro de esos parámetros, un sacrificado; el rigor histórico descubre algunos atajos de su parte, como haber viajado en barco a la actual provincia de Río Negro para estar en las fotos que lo muestran al frente de sus expedicionarios victoriosos, en el final de la campaña.

Otros ejemplos modernos de novelas biográficas podrían ser algunas obras de Eduardo García Hamilton, aunque él sostuvo que eran biografías. Sarmiento, Alberdi y San Martín le merecieron amplios desarrollos imaginativos, en los que prevalece la idea del impacto sobre los lectores. 

Tomando como base documentación real, García Hamilton efectuó elaboraciones con más defectos que virtudes. No tiene el encanto poético de un Félix Luna; arrastra el prosaísmo informativo de su condición de periodista sin que éste se ponga al servicio de una verdadera información y le da prioridad a los ángulos puramente novelísticos sin ser un novelista. 

En el caso del libro sobre San Martín, hay un móvil de provocación. Pretende ser una biografía crítica, pero la importancia de la figura sobre la que trata hace que resalte la carencia de fundamentos y la abundancia de enconos  personales. El Libertador que aparece en las páginas de Don José (título que se revela como altamente irónico) es inepto, oscuro y pusilánime.

El paso del tiempo dicta una sentencia cruel: las impactantes pinceladas imaginativas de las novelas biográficas siempre serán, en la mente que las recorra, más duraderas que los datos fieles, aunque no siempre coloridos, de las biografías. 

El mito tiene allí más posibilidades de imponerse que la realidad. Por eso, opino que los que se dedican al seguimiento documentado de alguna vida deberían rendirle culto exclusivo a la biografía rigurosa.



Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin
Portada: Pachakamakin




3.10.2010

DOS CENTURIAS

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



En nuestro breve camino por lo que llamamos Vida le damos una gran importancia al conjunto que forman dos cientos de años. Sabiendo de los tiempos y las distancias cósmicos, eso no debería predisponernos al asombro; más bien, arrancarnos una sonrisa. Pero como usamos de referencia nuestra duración media sobre la tierra, y la noción de tiempo nos pertenece con exclusividad a los humanos (al menos en este globo), somos dueños de evaluar aquel tamaño según las pautas que responden a ese esquema. Así, hoy podemos estar absortos en la efemérides argentina en términos de lejanía.

Ya se encargaron algunos historiadores de eliminar aquella figura de un cabildo bajo la lluvia, rodeado por una multitud que se cubría con paraguas, en el 25 de Mayo de 1810. Hoy tenemos asumido que es difícil comprobar si llovía o no, que es al menos dudosa la existencia de esos paraguas y que las personas reunidas junto al pequeño edificio tal vez no eran más que algunas decenas. Dejo en manos de los especialistas en anécdotas la medición cuantitativa de los hechos. Lo que verdaderamente importa es la medición cualitativa. El transcurso de los doscientos años demostró en variadas ocasiones que la masividad no va siempre unida a la verdad, y que la repercusión pública de los acontecimientos a menudo traiciona la auténtica índole de éstos. 





La Revolución de Mayo fue protagonizada por hombres de carne y hueso, en los que anidaba el raudal de pasiones que rige las vidas de todos quienes compartimos esa estructura biológica. Tomarla como algo definitivo, totalizador y perfecto es alimentar una mitología que no ayuda a comprender la Historia. Igualmente errado es limitarla a las intrigas de astutos comerciantes o de políticos ambiciosos. Yo prefiero estudiarla como el principio –el principio– de la fundación del país. Y aquí descerrajo la pregunta que me obliga a replantearme continuamente lo que muchas veces aparenta ser obvio: ¿Un país se funda en un solo acto o lo integran los actos sucesivos de sus pobladores? Me formé culturalmente en la idea que encierra la primera parte de la pregunta; me educaron escolarmente en el concepto de que la República Argentina nació y quedó hecha para siempre entre el 25 de Mayo de 1810 y el 9 de Julio de 1816. Me dijeron que en ese histórico lapso hubo un grupo de seres superiores, metálicos (viéramos, si no, las estatuas de San Martín, de Belgrano, de Moreno), que siempre hablaban y pensaban cosas importantes y aleccionadoras.

De los dos siglos transcurridos, sólo cuarenta años fueron empleados en revisar la interpretación de la historia que reinó en los anteriores ciento sesenta. Surgió el revisionismo (que al principio fue una mera –y no siempre justa– inversión de los santificados y los demonizados por el discurso imperante); se descubrieron ángulos ocultos de los próceres; se ventilaron aspectos reales (y ficticios) de muchos pasajes históricos; se llegó al análisis morboso (en oportunidades, lleno de fantasías) de muchas vidas; se transitó, en fin, el caótico debate que, mal que mal, permite hoy tener una visión más humana de nuestra propia senda humana. Pero lo que rescato de ese ir y venir de opiniones, tan agotador a veces, es la conciencia de algo inadvertido por el calor de los argumentos: que el país está siempre en estado de fundación. Cada minuto que pasa nos coloca en la instancia de comenzar algo que incida en todo el conjunto social. Desde los ideales más elevados hasta las peores maquinaciones, la posibilidad tiene manivelas infinitas. Por supuesto, ante esa realidad ambigua no podemos esquivar la conclusión de que el país está, asimismo, siempre en estado de demolición. Las diferentes mentalidades que prevalecieron en tantos años han efectuado demoliciones y fundaciones alternativas. La sociedad de 1810 no fue igual que la de 1910 y ninguna de ambas fue igual a la que hoy vivimos. Tampoco es cierto –para desorientación de los pesimistas modernos– que en 1810 o en 1910 haya existido un clima de esperanza mayor que el que puede haber en 2010. Quizá en 1810 había muchas menos razones para abrigarla que en 1910 y en los días presentes. No es pura coincidencia el hecho de que los principales actores de la Revolución de Mayo hayan muerto jóvenes (Moreno, Castelli, French, Belgrano) y que su pasaje al bronce haya tenido gusto a reivindicación culposa, ni es casual que San Martín haya acabado sus días en un ostracismo lleno de calumnias.

Cuando miro a vuelo de pájaro la totalidad argentina de los dos siglos, me siento como frente a un precipicio. Hay de todo allí: en 1813 se quemaron en la Plaza Mayor los instrumentos de tortura virreinales; cien años después retornaron en versiones modernas y la pirámide construida para recordar aquella loable fogata vio un día de 1977 una ronda de madres desafiar a otros inconmensurables torturadores; desde 1863 nuestro país se llama República Argentina, pero recién a partir de 1912 se estableció el sufragio libre y secreto, base de cualquier noción republicana; el sufragio ahí se llamó también universal, aunque las mujeres pudieron votar en 1951; desde 1853 existe una Constitución Nacional, fruto de ríos de sangre, sacrificios extremos, esfuerzos increíbles; la mayor parte del siglo veinte ella fue un papel muerto bajo diferentes suelas de botas; un funcionario gubernamental, Domingo Cavallo, una vez mandó a lavar los platos a los científicos; un tribuno parlamentario, De la Torre, fue capaz de enfrentar él solo a todo un gobierno corrupto; un general borracho, Galtieri, para que su gobierno en ruinas durara más, envió a pelear contra un imperio bien armado a conscriptos veinteañeros casi desnudos y con fusiles que no disparaban; un abogado que tuvo que hacer de general, Belgrano, despellejado por las cabalgatas y abatido por la hidropesía, batió dos veces (y con él mismo en el campo de batalla) a un ejército profesional que lo doblaba en número; un médico, Favaloro, harto de pedir inútilmente ayuda para la fundación que le permitía asistir –y salvar– a miles de enfermos, se suicidó...

Y ahí está ella, la República Argentina, aguardando ser fundada muchas veces más y temiendo ser demolida también otras muchas veces. Y ahí están, ante nosotros, los siglos venideros como páginas en blanco, con sus misteriosos, inimaginables desafíos, con sus hombres del futuro que aún no son, con sus hechos aún no acaecidos. Y aquí estamos nosotros, los que formamos el país, porque un país no es un ente abstracto, separado de las vidas que lo pueblan; nosotros somos el país y, según la división que nosotros mismos hemos hecho del tiempo, tenemos un pasado que debe servirnos de lección, un presente que debe servirnos para la acción y un futuro que debe servirnos para la proyección.


Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández