En nuestro breve camino por lo que llamamos Vida le damos una gran importancia al conjunto que forman dos cientos de años. Sabiendo de los tiempos y las distancias cósmicos, eso no debería predisponernos al asombro; más bien, arrancarnos una sonrisa. Pero como usamos de referencia nuestra duración media sobre la tierra, y la noción de tiempo nos pertenece con exclusividad a los humanos (al menos en este globo), somos dueños de evaluar aquel tamaño según las pautas que responden a ese esquema. Así, hoy podemos estar absortos en la efemérides argentina en términos de lejanía.
Ya se encargaron algunos historiadores de eliminar aquella figura de un cabildo bajo la lluvia, rodeado por una multitud que se cubría con paraguas, en el 25 de Mayo de 1810. Hoy tenemos asumido que es difícil comprobar si llovía o no, que es al menos dudosa la existencia de esos paraguas y que las personas reunidas junto al pequeño edificio tal vez no eran más que algunas decenas. Dejo en manos de los especialistas en anécdotas la medición cuantitativa de los hechos. Lo que verdaderamente importa es la medición cualitativa. El transcurso de los doscientos años demostró en variadas ocasiones que la masividad no va siempre unida a la verdad, y que la repercusión pública de los acontecimientos a menudo traiciona la auténtica índole de éstos.
De los dos siglos transcurridos, sólo cuarenta años fueron empleados en revisar la interpretación de la historia que reinó en los anteriores ciento sesenta. Surgió el revisionismo (que al principio fue una mera –y no siempre justa– inversión de los santificados y los demonizados por el discurso imperante); se descubrieron ángulos ocultos de los próceres; se ventilaron aspectos reales (y ficticios) de muchos pasajes históricos; se llegó al análisis morboso (en oportunidades, lleno de fantasías) de muchas vidas; se transitó, en fin, el caótico debate que, mal que mal, permite hoy tener una visión más humana de nuestra propia senda humana. Pero lo que rescato de ese ir y venir de opiniones, tan agotador a veces, es la conciencia de algo inadvertido por el calor de los argumentos: que el país está siempre en estado de fundación. Cada minuto que pasa nos coloca en la instancia de comenzar algo que incida en todo el conjunto social. Desde los ideales más elevados hasta las peores maquinaciones, la posibilidad tiene manivelas infinitas. Por supuesto, ante esa realidad ambigua no podemos esquivar la conclusión de que el país está, asimismo, siempre en estado de demolición. Las diferentes mentalidades que prevalecieron en tantos años han efectuado demoliciones y fundaciones alternativas. La sociedad de 1810 no fue igual que la de 1910 y ninguna de ambas fue igual a la que hoy vivimos. Tampoco es cierto –para desorientación de los pesimistas modernos– que en 1810 o en 1910 haya existido un clima de esperanza mayor que el que puede haber en 2010. Quizá en 1810 había muchas menos razones para abrigarla que en 1910 y en los días presentes. No es pura coincidencia el hecho de que los principales actores de la Revolución de Mayo hayan muerto jóvenes (Moreno, Castelli, French, Belgrano) y que su pasaje al bronce haya tenido gusto a reivindicación culposa, ni es casual que San Martín haya acabado sus días en un ostracismo lleno de calumnias.
Cuando miro a vuelo de pájaro la totalidad argentina de los dos siglos, me siento como frente a un precipicio. Hay de todo allí: en 1813 se quemaron en la Plaza Mayor los instrumentos de tortura virreinales; cien años después retornaron en versiones modernas y la pirámide construida para recordar aquella loable fogata vio un día de 1977 una ronda de madres desafiar a otros inconmensurables torturadores; desde 1863 nuestro país se llama República Argentina, pero recién a partir de 1912 se estableció el sufragio libre y secreto, base de cualquier noción republicana; el sufragio ahí se llamó también universal, aunque las mujeres pudieron votar en 1951; desde 1853 existe una Constitución Nacional, fruto de ríos de sangre, sacrificios extremos, esfuerzos increíbles; la mayor parte del siglo veinte ella fue un papel muerto bajo diferentes suelas de botas; un funcionario gubernamental, Domingo Cavallo, una vez mandó a lavar los platos a los científicos; un tribuno parlamentario, De la Torre, fue capaz de enfrentar él solo a todo un gobierno corrupto; un general borracho, Galtieri, para que su gobierno en ruinas durara más, envió a pelear contra un imperio bien armado a conscriptos veinteañeros casi desnudos y con fusiles que no disparaban; un abogado que tuvo que hacer de general, Belgrano, despellejado por las cabalgatas y abatido por la hidropesía, batió dos veces (y con él mismo en el campo de batalla) a un ejército profesional que lo doblaba en número; un médico, Favaloro, harto de pedir inútilmente ayuda para la fundación que le permitía asistir –y salvar– a miles de enfermos, se suicidó...
Y ahí está ella, la República Argentina, aguardando ser fundada muchas veces más y temiendo ser demolida también otras muchas veces. Y ahí están, ante nosotros, los siglos venideros como páginas en blanco, con sus misteriosos, inimaginables desafíos, con sus hombres del futuro que aún no son, con sus hechos aún no acaecidos. Y aquí estamos nosotros, los que formamos el país, porque un país no es un ente abstracto, separado de las vidas que lo pueblan; nosotros somos el país y, según la división que nosotros mismos hemos hecho del tiempo, tenemos un pasado que debe servirnos de lección, un presente que debe servirnos para la acción y un futuro que debe servirnos para la proyección.
Y ahí está ella, la República Argentina, aguardando ser fundada muchas veces más y temiendo ser demolida también otras muchas veces. Y ahí están, ante nosotros, los siglos venideros como páginas en blanco, con sus misteriosos, inimaginables desafíos, con sus hombres del futuro que aún no son, con sus hechos aún no acaecidos. Y aquí estamos nosotros, los que formamos el país, porque un país no es un ente abstracto, separado de las vidas que lo pueblan; nosotros somos el país y, según la división que nosotros mismos hemos hecho del tiempo, tenemos un pasado que debe servirnos de lección, un presente que debe servirnos para la acción y un futuro que debe servirnos para la proyección.