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7.06.2011

¿TERROR DELIBERADO?

Por Juan José Oppizzi

Sus Artículos en ADN CreadoreS

¿Estamos sometidos mediáticamente a un criterio de catástrofe? ¿Existe en algunos medios de la palabra escrita, hablada y de la imagen la intención de difundir ideas apocalípticas? Estas preguntas parecen, por un lado, extrañas y por otro, obvias. Hay quienes lo negarán, en nombre de la objetividad informativa; otros lo afirmarán, esgrimiendo una justa crítica al sensacionalismo. Pero lo que aquí analizo está ubicado en un plano más sutil: se refiere a un propósito oculto, a una actitud cuya evidencia no es fácil de poner a la luz. En todo caso, la meneada objetividad informativa, además de no existir (puesto que proviene de seres humanos, que, en tanto sujetos, emitirán siempre productos subjetivos), bien puede tener a su cargo la parte seria del disfraz. Y el sensacionalismo, como ramificación carnavalesca, bien puede tener a cargo la labor complementaria, es decir la banalización suficiente como para que lo esencial pase inadvertido.

Un ejemplo casi perfecto podría verse en la manera de transmitir lo que sucedió en Haití. Mientras la objetividad informativa se ocupó correctamente de mostrar el horror de heridos, muertos y desamparados (tanto por el sismo de enero de 2010 como por la atroz ruina en que se debate ese país), el sensacionalismo empezó a descubrir temblores de tierra en diversos puntos del globo. La información seria estuvo seguida por una derivación paranoica, pero como su inicio era palpable (un terremoto y muchos temblores debidamente cubiertos con los datos reales y con las cifras comprobables de los organismos adecuados), adquirió realidad concreta. Bastó con ocultar (o ignorar que existe) el dato científico de que en todas las zonas sísmicas hay temblores diariamente. Si ubicamos los instrumentos de medición en los lugares claves de la actividad geológica, los informes siempre darán un altísimo número de anomalías en horas. 


Tras el movimiento de Haití, las noticias corrieron como reguero de pólvora con sacudidas en Tierra del Fuego, San Juan, Japón, algún lugar de Europa y otros de Asia Central. Los fenómenos que usualmente se producen sin cobertura periodística fueron puestos bajo la lupa de la información y en línea con el terremoto haitiano. Fue inútil que algunos especialistas (unos pocos, como para que sus voces no anularan el efecto dominó que se había creado) insistieran en que las diferentes placas tectónicas relacionan sus movimientos sólo cuando están en contacto (la placa sobre la que se halla Haití no tiene nada que ver con la que sostiene a la Tierra del Fuego ni ésta con la que soporta a Japón); la conclusión inducida condujo a la idea de que el planeta se estremeció como un perro que se sacude el agua. Y las deducciones fueron replicándose como otro sismo mental en la opinión pública: si el planeta se sacudió de un extremo al otro, es porque se desestabiliza; si se desestabiliza, es porque hay un cataclismo global inminente; ¡Ya lo decía la Biblia!, ¡Ya lo decía Nostradamus!, ¡ya lo decía Edgard Cayce!, ¡Ya lo decía (un poco más argentina y modestamente) Solari Parravicini!

¿Quién podría interesarse en sembrar miedo y para qué?

En primer lugar, ya nadie puede decir que los medios masivos de comunicación son ajenos a los centros de poder. La influencia sobre la opinión pública es una muestra directa de poder. El “quién” estaría allí en donde haya palancas que sirvan para mover los criterios masivos en función de los más diversos intereses, circunstanciales o de largo plazo. Es en esta última alternativa en la que resulta factible colegir planes globales a cargo de poderes también globales. La experiencia histórica demuestra que, a medida que la tecnología avanza, mejores son los resultados del impacto multitudinario de cualquier idea. Y quienes han tomado esa experiencia histórica como un muestrario de ejemplos, saben que el factor más apto para el logro de cualquier fin que involucre a la sociedad entera es el miedo. El “para qué” estaría respondido en esa conclusión. ¿Y cuál es el miedo planetariamente conocido desde la antigüedad (puesto que se relaciona con premisas biológicas)?: el miedo a la extinción del género. 


La idea de un Apocalipsis siempre retorna a la superficie del cavilar humano; subyace como temor primario al corte de la supervivencia del conjunto. Es posible hallarlo en todas las culturas del mundo, en los momentos históricos en los que algo amenaza seriamente la estabilidad colectiva. ¿Qué mejor, para el designio oculto de ignotos mandamases, que usar las alarmas naturales del hombre? ¿Qué mejor que estimularle el terror atávico? ¿Quién podría, bajo el imperio del miedo, discernir si se trata de una acción justificada o si se trata de una maniobra hábilmente inyectada? Ni Maquiavelo pudo contemplar el uso a un nivel tan monstruoso de una herramienta tan eficaz. Es suficiente que nos imaginemos una histeria mundial, con discursos e imágenes acordes, para tener noción del nulo margen de maniobra que podrían conservar el raciocinio, el análisis y el equilibrio. En la cúspide del miedo, cualquier propuesta (aun la peor que imaginemos) sería obedecida y avasallaría cualquier reacción que pudiere existir.

Las profecías apocalípticas, desde las más prestigiosas hasta las menos difundidas, desde los fragmentos correspondientes de la Biblia y las claves encriptadas de Nostradamus hasta los balbuceos semiconscientes de Edgard Cayce y los escritos borrosos del argentino Solari Parravicini (haciendo abstracción del mérito que le corresponde a sus entusiastas intérpretes), tienen una estructura similar: una catástrofe vengativa, de la que se verán libres los que sigan determinadas pautas de conducta. Es decir que el Apocalipsis tiene en su desarrollo una puerta de escape; no es un desastre absoluto y definitivo. En esa característica se ve la mano del instinto de conservación: hay una campana de alerta que busca siempre la posibilidad de la sobrevivencia del género. Para quien o quienes deseen explotar esta idea, la mayor parte del mecanismo está servido en bandeja; falta lo que los medios masivos le agregan: el correlato con los hechos cotidianos, las deducciones que se producen con apenas unas leves sugerencias. De esa manera, la palanca inductora pasa casi inadvertida y el sometimiento está prácticamente garantizado.


EDUCAUCION!

Por Roberto Daniel León



No hace mucho, había logrado –no sin esfuerzo- convencer a mi hija menor para que llevara a cabo una tarea de principio a fin, sin distracciones. El desafío consistía en que terminara de anudar sus zapatillas, caminara desde su habitación hasta el comedor, se calzara el guardapolvo, tomara su mochila y saliera para ser llevada a la escuela. Juro que todo apuntaba al éxito, cuando en medio de su desplazamiento hacia el objetivo, alguien, con forma de madre, le arrojó a la pasada una cuestión que nada tenía que ver con el emprendimiento. No hizo falta nada mas para marcar un nuevo fracaso en la grilla de mis experimentos, a tal punto que algunos de ellos están señalados casi proféticamente. Eso si: todos mis fracasos han sido exitosos y lo seguirán siendo.

Mientras transitábamos el camino de casa a la escuela –acción que en si misma no garantiza el aprendizaje- y aumentaba mi preocupación por aquello de llegar último, como aplauso de sordo, pude pensar en las cuestiones distractivas que le fueron arrojadas a la escuela, tanto como para que –a estas alturas- perdiera su objetivo.

Se dijo, y se sigue diciendo, que la escuela moderna debe enseñar a pensar. Hasta ahí todo muy bien, pero lo que no se quien dijo, es que para enseñar a pensar había que dejar de transmitir conocimientos. Para poder pensar, es necesario que existan elementos que se puedan comparar, asociar, conectar, evaluar, cuestionar, etc. Es decir, sin conocimiento no hay posibilidad de pensamiento; sería como intentar nadar sin agua. Nuestra escuela ha dejado de transmitir conocimiento hace muchos años. Es cierto, antes, la formalidad del conocimiento establecido como definitivo según las necesidades de la política de turno, no dejaban lugar al pensamiento crítico y al cuestionamiento; pero, al intentar incorporar el pensamiento crítico en la casi simplista expresión de “enseñar a pensar”, dejaron de hacer lo otro. Ambas cosas son indispensables para construir personas y sociedades con mejor calidad de vida. No es una u otra, son las dos.

Ejemplo: escuché enviar alumnos a investigar el proceso de las cuatro estaciones, que como sabemos tiene su explicación en la traslación de la tierra y la inclinación de su eje, etc. Ese conocimiento ya existe, ya fue investigado y no hay dudas razonables al respecto. ¿No sería mejor transmitir directamente el conocimiento, en vez de perder tiempo en dilaciones e iniciar, en todo caso, una investigación de algo más dudoso? Ese método es un vicio escolarizado, cuyo único logro es descomprimir la tarea docente en el aula (sin beneficio alguno para el alumno) y garantizar que terminarán su secundario sin saber un ápice de astronomía o geología, sin mencionar que en muchísimos casos aún la lecto escritura se encuentra ausente. Es frecuente observar que, debido a la ausencia de conocimientos previos, en el proceso de “investigación” de ciertos asuntos, los jóvenes copian de Internet y pegan en sus trabajos prácticos, disparates envidiables por cualquier humorista, que poco o nada tienen que ver con el tema propuesto.

Con esta metodología, el año escolar transcurre de pérdida de tiempo en pérdida de tiempo, sin que conocimiento alguno termine por quedar acabadamente instalado en la mayoría de los cascotes, muchos de los cuales permanecen vírgenes hasta el final de sus días, exhibiendo en alguna pared su certificado de “estudios” cursados... y aprobados!!! Permítaseme destacar que cuando digo MUCHOS, es precisamente eso lo que quiero decir. Como este deterioro lleva ya varias generaciones, sería mínimamente heroico esperar que en cuatro años de formación, los docentes adquieran los conocimientos que no adquirieron en 15 años de escolarización, con lo cual el círculo se repite y se ajusta cada vez más.


El sistema provee a los estudiantes de magisterio extraordinarias herramientas pedagógicas para transmitir nada. Saben muy bien como, pero no saben que. Por supuesto que hay casos de esfuerzo individual y de familias especiales que pusieron bases en la cabeza de sus hijos, construyendo individuos con conocimiento y capaces de pensar, pero por desgracia son relativamente pocos. Lo cierto es que la escuela llega tarde y sin remedio, distraída por un sinnúmero de actividades modernas y elegantes, que prácticamente eliminan de la escena el trabajo áulico, único que puede dar frutos. 

La cultura de la apariencia (algunos la llaman de consumo), hace que las familias crean que la cosa pasa por tener cosas, entonces quieren que sus hijos tengan la cosa que simula o supone el conocimiento, pero no les importa esto último que sería la esencia o el contenido, dado que el diploma se puede exhibir y el conocimiento, en cambio, está dentro de la cabeza. Este último también se podría exhibir, en caso de ser necesario, si la sociedad no hubiese abandonado también la palabra y su contracara que es la capacidad de escuchar. La situación se agrava considerablemente cuando alguno de estos chicos quiere ser maestro-a... y lo logra!!! De este modo, cuando algún docente aislado tiene la osadía de reprobar a sus alumnos porque no están a la altura de lo requerido, en vez de ayudar a sus hijos a estudiar y aprender, los padres marchan pidiendo la cabeza del docente.

Por lo que algunos amigos docentes pensantes me informan, los diseños curriculares actuales son excelentes, solo que hay al menos dos pequeños problemas: casi no hay quien esté en condiciones de transmitirlos y, en caso de ser ello posible, irían a parar a un enorme vacío cultural. Para que tuviesen alguna expectativa de éxito, serían imprescindibles importantes cambios de paradigmas en la sociedad. Para poner proa en esa dirección, será crucial la neutralización de los jíbaros multimediáticos, ya que de lo contrario este país sería Honduras, en menos que canta un gallo.