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8.11.2013

EL ESPEJISMO








Lo de aquella tarde fue apoteótico, deslumbrante, diría yo. Es ese tipo de suceso que te transporta más allá de todo y te hace sentir parte de la historia; te corren hormigas por las venas que te dicen que estás haciendo historia. Y yo estuve ahí, fui parte en ese instante de tiempo, cortado al azar, escribiendo con gritos roncos, casi afónico, ese trazo de ostentosa prosa para la posteridad. Yo estuve ahí, nadie me lo va a contar. 


Mi descendencia llevará, orgullosa, la trayectoria de mi presente. Será recipiendaria de mis manos alzadas al cielo acompañando ese grito de júbilo al escuchar el silbato que pitaba el final. Ahí tuvimos consciencia de lo trascendental del momento; cuando gritamos todos, nos abrazamos, lloramos, saltamos como locos. Ahí comprendimos que éramos artífices constructores de la historia, que sin nosotros la maquinaria futbolera no se hubiera puesto en marcha. Porque también, y esto es justo que se reconozca, sin nosotros el fútbol no es nada. 

Somos los muchachos del tablón los que le damos vida, luz y color a este deporte de multitudes. Y ahí tenés. Deporte de multitudes. Multitudes ¿Por qué?, ¿Por 22 pelotudos que corren detrás de una pelota? No, querido. Deporte de multitudes porque somos nosotros la multitud. El hincha, aquel que deja a su familia por esta pasión, aquel que cabildea el sustento necesario para seguir la casaca de sus amores, el que se enfrenta a los cabeza de tortuga que no entienden la ideología de los trapos. 

Somos nosotros los que les ponemos el pecho a las balas de goma. ¿Qué me van a venir a contar los dirigentes y jugadores, de sus angustia por la derrota, si soy yo el que no puede salir a la calle, el que se encierra deprimido al borde del suicidio por ese gol sobre la hora? Que no me la cuente, el fútbol es lo que es por nosotros. Un partido sin público es el símil de un circo sin payasos, intrascendente, casi invisible, exasperante para la voluntad popular.

Y sí, macho; yo estuve ahí y lo puedo contar.

La cosa venía mal en lo económico. En el bar hacíamos una suerte de revisionismo histórico preguntándonos que mierda había pasado entre la familia fundadora del pueblo que se dividieron y se instalaron a ambos lados del camino fundando Colonia Elisa y Santa María Elisa. Durante muchas décadas esos 10, 12 o 15 metros que puede tener de ancho el camino, formaron una muralla invisible infranqueable. 

Odios, rencores, celos, gritados de vereda a vereda. Para las nuevas generaciones, ajenas a esa vindicta historia, nos parecía una locura la división, así que no nos sorprendimos cuando las autoridades comunales presentaron el plan de unificar los tres estadios de fútbol -dos en Colonia Elisa y uno en Santa María Elisa- en uno solo y de índole comunal, para abaratar gastos de mantenimiento.

Viste que en Colonia Elisa tenemos dos clubes: Italiano Fútbol Club y Club Atlético Colonia, lo que dificultó la formación del equipo comunal, y, vos sabés, en un pueblo existen rivalidades internas a veces mayores que las amenazas externas, y son rivalidades que pueden llevar a perder el pueblo antes que lucir la casaca del club contrario. 

Luego de una descomunal batalla campal en la plaza, nos pusimos de acuerdo y formamos para la ocasión el Club Atlético Italiano Colonia de Fútbol. Para Santa María Elisa fue mucho más sencillo, ya que, ellos, a la cola de todo, tienen un solo club: Club Sportivo Rivadavia M. S. y C. El ganador le daría el privilegio a su comuna de levantar el estadio comunal.

Así fue. Te cuento que todo comenzó con el silbato del árbitro, tal cual como empieza cualquier partido de fútbol, aunque subrepticiamente ese inicio supuso las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros. 

Los pocos espectadores que hicimos historia esa tarde -no te olvidés que entre los dos pueblos no sumamos más de seiscientos habitantes- nos repartimos en una alocada ola que ahogaba más por su angustia que por su tamaño. Transcurrido el tiempo reglamentario de juego, el partido estaba cerrado en 2 a 2. 

Como todo futbolero que se precie de tal, al advertir que la trascendencia del evento se iba a definir por tiro desde los doce pasos, todos pusimos el grito en el cielo. Los pingos se ven en la cancha y es de marica ganar un partido a los penales, no me digas que no. 

¿Con qué cara mirás, después, a la gente que con sus ojos te están diciendo puto, ganaron a penales? ¡Eh! No, querido, a penales no. Así que se jugó un alargue. Formalizados los cambios de reglamento, algunos jugadores comenzaron a mostrar síntomas de abatimiento físico. Otra vez el marcador igualado, pero ahora 3 a 3. 

Fue entonces cuando se propuso cambiar las reglas de juego y permitir que gente de las hinchadas pudieran reemplazar a los jugadores afectados físicamente y que el cotejo finalizara cuando uno de los dos equipos ganara por dos goles de ventaja. Como en el barrio, macho: a dos gana.

Se dio un pequeño alboroto, minúsculo si se quiere y la mitad de los jugadores fueron reemplazados por hinchas. El Moncho Galíndez trajo del potrero sus diabluras y puso a Atlético 14 a 13. A un gol de la verdadera victoria -cualquier otro fulbito no contaba en ese momento-. De pronto Sportivo jugó mal al off-side y esta vez el Rata se escapó con pelota dominada. 

La hinchada –o lo que quedaba de ella- contuvo el aliento, con el alma pendiendo de ese jugador que entraba al área a liquidar el pleito; punteó la pelota por encima del arquero, buscando el segundo palo. Todo ese deseo acumulado en nuestras gargantas se cortó de pronto en un silencio irreconciliable con la parábola de la pelota que besaba el travesaño y se iba a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con el árbitro pitando el saque de arco. Rata y la concha de tu madre. A mí me bajó la presión.

Bueno, lo demás ya es conocido. Tres años enteritos, con todos sus días y todas sus noches estuvimos disputando el estadio comunal. Es que si lo pensás bien, ahora, te digo, fue un error no aceptar los penales, de última no hay mal que dure cien años y con el tiempo la gente se olvida de los penales; o me vas a decir que vos te acordás que Brasil ganó el mundial ´94 a los penales. 

No. Te fumás que los brasucas tienen cinco copas del mundo, pero no te acordás que una la ganaron de pedo a los penales. A esa altura nos turnábamos para ir a laburar y así no dejar al equipo sin jugador. También vinieron de pueblos vecinos a darnos una mano, bue, en realidad un par de piernas que traían cada uno de los que iban llegando. 

42 a 41 ganábamos cuando el Rata, ese ser celestial; ese “barrilete cósmico” que tuvo la decencia de nacer de este lado del camino; ese traficante del balón que se sustrae clandestinamente de las defensas más férreas; sí, ese, ese mismo que pateábamos, tuvo la amabilidad de hamacarse en el área y elevarse cual gigante de Tebas para clavar un certero cabezazo al rincón derecho de un pobre arquerito que ni siendo el Hombre Elástico podía llegar. 

La explosión fue total. Una marea humana descendió las tribunas para ingresar al raleado césped y abrazar a esos gladiadores que nos daban la victoria. Un caos de frenesí; llantos; risas histéricas. Y como te dije, yo estuve ahí, nadie me lo va a venir a contar.


¿Lo otro? Y sí, son cosas que pueden pasar. Tres años a hacha y tiza, absorbidos por ese gran partido nos cegó. Con tantas emociones juntas quién iba a prestar atención a las máquinas que hacían movimiento de suelo en esa zona que después se loteo en un fangote. Que se yo. Tampoco me voy a poner en moralista. En el fondo no se puede negar que es un hermoso barrio privado el que se construyó y el hospital comunal puede levantarse en otro lugar. 
Si acá lo que sobra es espacio físico. 

¿Vos sabés algo?, porque dicen que el jefe comunal se llevó una buena tajada de ese emprendimiento inmobiliario. Que importa, yo estuve ahí y lo puedo contar. Una victoria futbolística no se compara con nada y el fútbol tiene esas cosas… a veces sirve para ocultar la verdadera realidad.


Arte: Revista el Gráfico
Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin