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4.23.2011

EL SÍNDROME DE MICHAEL JACKSON


Por Roberto Daniel León



Si uno es negro (que como ya sabemos a estas alturas, no tiene nada de malo), pero quiere parecer blanco (que como también sabemos, no es ninguna virtud), lo mas probable es que se vea gris, es decir, ni chicha ni limonada; excepto claro una gran confusión de pigmentos y un cierto desagradable malestar.

Carmen de Areco es un pueblo y eso está bueno. Tiene sus ventajas comparativas muy interesantes. Sin embargo, hay un cierto cholulaje que pretende sea una ciudad (que no es ninguna virtud en sí misma) y, al faltar casi todo lo necesario para que lo sea, hacen de todo para que parezca ser. Obviamente todo lo que parece pero no es, aporta una desagradable frustración, además de molestar lisa y llanamente. El empecinamiento de esta posición hace que, por ejemplo, se instalen semáforos en la vía pública y que tal cosa se haga primero –sospechosamente- en el lugar “paquete” del pueblo, o sea la Avenida Mitre, que si bien no hacen falta en ningún lado, ahí menos que menos excepto –insisto- para aparentar. Claro que para llegar ahí e intentar justificar el hecho, primero es menester inventar un problema: ¡El problema de tránsito!

Cualquiera que haya viajado aunque más no sea a Buenos Aires, sabe lo que es realmente un problema de tránsito y cualquiera que no haya sucumbido a la hipnosis, después de estar detenido –solo- frente a una luz roja mientras por la otra calle no circula nadie, puede comprobar que no hay tal problema; y cualquiera que tenga un poco de memoria, sabe que esas esquinas no están manchadas de sangre. No obstante, este “problema” ficticio sirve también para justificar –con dudoso éxito- la existencia de la Dirección de Tránsito; una dirección que reclama a los conductores una eficiencia que ella misma no posee, porque a la fecha ha sido incapaz de construir, por lo menos, una estadística de accidentología en la vía pública con un análisis fehaciente de sus causas, así como es incapaz también para evaluar la calidad y habilidad de los aspirantes a licencia para conducir (mientras pagues dale que va), con lo cual su ineficiencia sube un peldaño y se convierte en cómplice al contribuir (con ese criterio) a sumar accidentes. 

Esto es así, en parte, por el carácter mesiánico de quien dirige el área que, sin haber realizado ni registrado un profundo estudio de las causalidades contemplando todos los aspectos del contexto, la emprende como obsesión personal contra un sector particular de la sociedad que parece haberle hecho mucho daño cuando era niño. En la calle y con pose napoleónica, emprende una cacería literal contra todo motociclista en movimiento, desechando cualquier posibilidad de prevención y recurriendo como única opción a la represión, es decir, actuando solamente sobre hechos consumados y para colmo con criterio sumamente torpe e injusto. La inmensa cantidad de leyes dejadas de lado en pos de solo una (y de las mas discutibles), indica claramente que se trata de una persecución clara y sin atenuantes, no exenta de condena para cualquier magistrado que de verdad quiera ser justo. Y hablando de niños, esta historia se parece mucho –de nuevo sospechosamente- a la época en que nos inventábamos un enemigo imaginario y jugábamos a los héroes y los villanos. Los héroes, para ser reconocidos como tales, deben estar en inferioridad de condiciones (numérica o de poder) y los villanos tienen que ser muchos. 

Por alguna razón que no alcanzo a comprender del todo, esto me recuerda mucho a los hombres de azul y a mí mismo en el papel de villano, aunque tengo el consuelo de, por una vez, pertenecer a la mayoría; teniendo en cuenta no obstante que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Es imprescindible no haberse enterado de nada para sacralizar las leyes y convertirse en legalista acérrimo, porque cualquiera que haya llegado a la adultez sabe que las mismas no son sagradas, que no siempre son justas, que muchas veces responden a intereses particulares de un sector, que pueden ser compradas, que pueden ser discutidas, modificadas, anuladas, etc. y que así como a lo largo de nuestra historia se han cometido crímenes aberrantes en nombre de Dios, también se cometen infames injusticias en nombre de la ley. Ocurre, claro, que los legalistas suelen serlo y con mayor saña, cuando están en posición de administrarle la ley a otros, pero su obsesión tambalea cuando deben someterse a algunas y suele ocurrir que corren en busca de un abogado, no para que se haga justicia, sino para tratar de “zafar” de ella. 

Para mayor ilustración, valga a modo de ejemplo de legalismo la siguiente situación imaginaria: El señor “A” está cocinando, siguiendo las indicaciones de una receta de cocina de Doña Petrona. Mientras lo hace, va recitando el procedimiento: 

-Tres cucharaditas de sal...
 Ahí su esposa lo interrumpe y le advierte:
 -Ponele solo una, acordate que vienen a cenar “B” y “C” que son hipertensos...
El señor “A” con fastidio responde:
- La receta dice tres y serán tres. Después la comida no sale bien por no seguir las instrucciones al pié de la letra!

Y así... solo siguiendo instrucciones, sin inteligencia y criterio propios, sin escuchar y menospreciando otros criterios, se avecina mas daño que beneficio. Es que el legalista adopta la posición cómoda de la obediencia debida (juega a ser un buen niño), desde donde la responsabilidad es trasladada a otro (el que da las órdenes por un lado, y los que se niegan a obedecerla por otro) mientras que el, aún niño, no es responsable de nada. El es bueno, los otros son malos y los que ordenan saben lo que hacen y deben ser obedecidos y que mejor que sea el quien los represente, porque ahí también está su mísera cuota de poder. Sin embargo, queda una trinchera inviolable: nadie tiene sobre mi, un poder que yo no le haya otorgado.

Planteada la idea de que el problema de tránsito no existe en nuestro medio, cabe entonces abordar otra mirada posible sobre el asunto: existen accidentes en la vía pública, pero la gran mayoría de ellos responden a otras variables que no son las enunciadas por el área oficial, que con su prédica constante logró que la comunidad confiada en la autoridad intelectual -que deberían tener- creyó como verdaderas sin someter a análisis. Una de las causas de accidente es la actitud de falta de respeto y consideración por el otro (no somos cordiales por naturaleza), y eso no se remedia usando casco; la otra causa notable es la impericia o torpeza para conducir, y eso no se remedia ni conociendo ni respetando las leyes. Reflejos, capacidad resolutiva en situaciones imprevistas y complejas, control del contexto, etc. no son condiciones que provea el seguro, ni el carnet, ni el casco, ni la línea amarilla, ni el semáforo, ni las multas. 

La educación, la capacitación, la revalorización del otro, el aprendizaje, etc. son las áreas donde se debería trabajar, si de verdad se pretende reducir la accidentología, aunque la actitud parece indicar que el fin es la mera recaudación. Y las leyes deben tener vedado cualquier tipo de avance sobre la libertad individual. Deben poner borde –para que la vida en sociedad sea posible- a aquellas acciones donde lo que se arriesga es la vida de terceros. Lo otro es solo capricho o negocio. O ambos.



3.10.2010

DOS CENTURIAS

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



En nuestro breve camino por lo que llamamos Vida le damos una gran importancia al conjunto que forman dos cientos de años. Sabiendo de los tiempos y las distancias cósmicos, eso no debería predisponernos al asombro; más bien, arrancarnos una sonrisa. Pero como usamos de referencia nuestra duración media sobre la tierra, y la noción de tiempo nos pertenece con exclusividad a los humanos (al menos en este globo), somos dueños de evaluar aquel tamaño según las pautas que responden a ese esquema. Así, hoy podemos estar absortos en la efemérides argentina en términos de lejanía.

Ya se encargaron algunos historiadores de eliminar aquella figura de un cabildo bajo la lluvia, rodeado por una multitud que se cubría con paraguas, en el 25 de Mayo de 1810. Hoy tenemos asumido que es difícil comprobar si llovía o no, que es al menos dudosa la existencia de esos paraguas y que las personas reunidas junto al pequeño edificio tal vez no eran más que algunas decenas. Dejo en manos de los especialistas en anécdotas la medición cuantitativa de los hechos. Lo que verdaderamente importa es la medición cualitativa. El transcurso de los doscientos años demostró en variadas ocasiones que la masividad no va siempre unida a la verdad, y que la repercusión pública de los acontecimientos a menudo traiciona la auténtica índole de éstos. 





La Revolución de Mayo fue protagonizada por hombres de carne y hueso, en los que anidaba el raudal de pasiones que rige las vidas de todos quienes compartimos esa estructura biológica. Tomarla como algo definitivo, totalizador y perfecto es alimentar una mitología que no ayuda a comprender la Historia. Igualmente errado es limitarla a las intrigas de astutos comerciantes o de políticos ambiciosos. Yo prefiero estudiarla como el principio –el principio– de la fundación del país. Y aquí descerrajo la pregunta que me obliga a replantearme continuamente lo que muchas veces aparenta ser obvio: ¿Un país se funda en un solo acto o lo integran los actos sucesivos de sus pobladores? Me formé culturalmente en la idea que encierra la primera parte de la pregunta; me educaron escolarmente en el concepto de que la República Argentina nació y quedó hecha para siempre entre el 25 de Mayo de 1810 y el 9 de Julio de 1816. Me dijeron que en ese histórico lapso hubo un grupo de seres superiores, metálicos (viéramos, si no, las estatuas de San Martín, de Belgrano, de Moreno), que siempre hablaban y pensaban cosas importantes y aleccionadoras.

De los dos siglos transcurridos, sólo cuarenta años fueron empleados en revisar la interpretación de la historia que reinó en los anteriores ciento sesenta. Surgió el revisionismo (que al principio fue una mera –y no siempre justa– inversión de los santificados y los demonizados por el discurso imperante); se descubrieron ángulos ocultos de los próceres; se ventilaron aspectos reales (y ficticios) de muchos pasajes históricos; se llegó al análisis morboso (en oportunidades, lleno de fantasías) de muchas vidas; se transitó, en fin, el caótico debate que, mal que mal, permite hoy tener una visión más humana de nuestra propia senda humana. Pero lo que rescato de ese ir y venir de opiniones, tan agotador a veces, es la conciencia de algo inadvertido por el calor de los argumentos: que el país está siempre en estado de fundación. Cada minuto que pasa nos coloca en la instancia de comenzar algo que incida en todo el conjunto social. Desde los ideales más elevados hasta las peores maquinaciones, la posibilidad tiene manivelas infinitas. Por supuesto, ante esa realidad ambigua no podemos esquivar la conclusión de que el país está, asimismo, siempre en estado de demolición. Las diferentes mentalidades que prevalecieron en tantos años han efectuado demoliciones y fundaciones alternativas. La sociedad de 1810 no fue igual que la de 1910 y ninguna de ambas fue igual a la que hoy vivimos. Tampoco es cierto –para desorientación de los pesimistas modernos– que en 1810 o en 1910 haya existido un clima de esperanza mayor que el que puede haber en 2010. Quizá en 1810 había muchas menos razones para abrigarla que en 1910 y en los días presentes. No es pura coincidencia el hecho de que los principales actores de la Revolución de Mayo hayan muerto jóvenes (Moreno, Castelli, French, Belgrano) y que su pasaje al bronce haya tenido gusto a reivindicación culposa, ni es casual que San Martín haya acabado sus días en un ostracismo lleno de calumnias.

Cuando miro a vuelo de pájaro la totalidad argentina de los dos siglos, me siento como frente a un precipicio. Hay de todo allí: en 1813 se quemaron en la Plaza Mayor los instrumentos de tortura virreinales; cien años después retornaron en versiones modernas y la pirámide construida para recordar aquella loable fogata vio un día de 1977 una ronda de madres desafiar a otros inconmensurables torturadores; desde 1863 nuestro país se llama República Argentina, pero recién a partir de 1912 se estableció el sufragio libre y secreto, base de cualquier noción republicana; el sufragio ahí se llamó también universal, aunque las mujeres pudieron votar en 1951; desde 1853 existe una Constitución Nacional, fruto de ríos de sangre, sacrificios extremos, esfuerzos increíbles; la mayor parte del siglo veinte ella fue un papel muerto bajo diferentes suelas de botas; un funcionario gubernamental, Domingo Cavallo, una vez mandó a lavar los platos a los científicos; un tribuno parlamentario, De la Torre, fue capaz de enfrentar él solo a todo un gobierno corrupto; un general borracho, Galtieri, para que su gobierno en ruinas durara más, envió a pelear contra un imperio bien armado a conscriptos veinteañeros casi desnudos y con fusiles que no disparaban; un abogado que tuvo que hacer de general, Belgrano, despellejado por las cabalgatas y abatido por la hidropesía, batió dos veces (y con él mismo en el campo de batalla) a un ejército profesional que lo doblaba en número; un médico, Favaloro, harto de pedir inútilmente ayuda para la fundación que le permitía asistir –y salvar– a miles de enfermos, se suicidó...

Y ahí está ella, la República Argentina, aguardando ser fundada muchas veces más y temiendo ser demolida también otras muchas veces. Y ahí están, ante nosotros, los siglos venideros como páginas en blanco, con sus misteriosos, inimaginables desafíos, con sus hombres del futuro que aún no son, con sus hechos aún no acaecidos. Y aquí estamos nosotros, los que formamos el país, porque un país no es un ente abstracto, separado de las vidas que lo pueblan; nosotros somos el país y, según la división que nosotros mismos hemos hecho del tiempo, tenemos un pasado que debe servirnos de lección, un presente que debe servirnos para la acción y un futuro que debe servirnos para la proyección.


Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

10.08.2009

ESCANDALO [CARTA ABIERTA AL SEÑOR PAPA]

Por Roberto Daniel León



La pobreza, santísimo padre, no es un escándalo. No lo es, ilustre excelencia, ni acá ni en la China. La pobreza, es una injusticia. Lo es en Argentina y en cualquier parte del mundo, aunque su supuesto mandante haya asegurado que los pobres son bienaventurados; aseveración que, aunque está escrita, usted parece haber olvidado, tanto como para escandalizarse. Comprendo, no obstante, vuestra turbación al respecto, dado que es recién llegado a esta compleja humanidad y por lo tanto no ha tenido oportunidad de pronunciarse antes sobre el asunto. 

Quizá pueda considerar su excelencia, la posibilidad de un error de trascripción en el texto sagrado, dada la probable confusión a causa de la rima: sospecho, humildemente, que donde dice bienaventurados, debió decir hambreados, ninguneados, explotados, sospechados, defenestrados, apaleados, despojados, engañados, etc. Supongo que en arameo, en griego o en latín también existirán las rimas consonantes, aunque confieso mi ignorancia de la estructura gramatical de esas lenguas. No obstante, su santidad, debe saber usted que en estas tierras (casi todas propiedad privada y la mayoría de dignísimos fieles seguidores de la doctrina que usted magníficamente sostiene y representa), hay muchas personas tan escandalizadas como usted por la pobreza, dada la mala imagen que transmiten los pobres a la prístina visión sagrada. En general son feos, les faltan dientes, visten mal, beben (para colmo licores baratos), comen sin modales, no guardan las formas, jamás leyeron el manual de Carreño (de buenos modales y costumbres decorosas), consumen muchas grasas, suelen ser en general impresentables y nunca válidos como muestra del modelo que usted acompaña y que, casualmente, sostiene la sagrada estructura a la que representa. 

Le cuento, en confianza, que por estos lares no he visto últimamente a sus obispos acompañar ni celebrar misa en los piquetes de los pobres, pero sí los he visto haciéndolo en los de los Otros, los que han sido bendecidos por su Dios con innumerables bienes, esos que justamente les faltan a los escandalosos pobres. Le ruego, eso sÍ, que esto quede entre nosotros, porque no quiero herir susceptibilidades. No puedo olvidar –no lo tome usted a mal- hablando de escándalo, que de este lado del Atlántico (o del Pacífico, porque al fin y al cabo la tierra era redonda nomás), el amor cristiano de muchos de sus representantes se manifiesta cada vez con mas intensidad, particularmente por los niños y sus genitales. 

En este caso, el escándalo excede las fronteras de Argentina y confío en que usted tomará cartas en el asunto (todas las cartas y documentación afín) para aplicarles la purificación del fuego. Finalizo recordándole al Banco Ambrosiano y otras instituciones relacionadas por el mismo Dios, las cuales seguramente serán herramientas que en sus manos, contribuirán sabiamente a reducir el escándalo (el de la pobreza). Supongo, conociendo la doctrina de su organización, que renunciará voluntariamente al sostén del Estado Argentino y se devolverá... digo, destinará la millonaria suma a compensar a los amados pobres. 

Esperando haber contribuido muy humildemente al desarrollo social, aunque a espaldas de tal ministerio, saludo a usted con mis mayores deseos. 




7.07.2009

LA PESTE

Por Roberto Daniel León


SUB-VERSION ALTAMENTE EMPOBRECIDA DE ALBERT CAMUS 

“Ya son 47 los muertos por Gripe A”, es la presentación televisiva de un canal de noticias. El enfático YA pretende (y logra en la mayoría de los casos), que el televidente crea que 47 muertos en una población de 40 millones, tiene características apocarriópticas. Me permito simular una extensión al titular, a fin de transmitir más apropiadamente la idea original: “Ya son 47 los muertos por Gripe A. En cambio, los muertos por hambre, por violencia, por chagas, por gripe común; son apenas unos miles”.


Parece que si para vender hay que sembrar el pánico o cualquier otra basura, entonces se hace y se acabó. Vender es la consigna. Vender barbijos, vender alcohol gel, vender desinfectantes, vender medicamentos, vender “noticias”, vender… al precio que sea. Cuanto mas caro mejor, por supuesto.

Hasta mi madre, que no ve ni escucha, dice todos los días –a modo de saludo- “cuidate de la gripe”. Debo confesar que el poder hipnótico desarrollado por los medios masivos de comunegoción ha logrado sorprenderme. Sospecho que para recuperar la racionalidad de las víctimas, serán necesarios los servicios de desprogramadores profesionales, muy de moda en USA durante el apogeo de las sectas religiosas.

Barbijo en boca (emboca a los incautos) y con la mirada extraviada por el terror, deambulan por los pasillos hospitalarios aquellos que antaño se metían en la cama, se tomaban un té con limón, un geniol, sudaban un poco y a otra cosa mariposa.

En los pueblos chicos la gente quiere ser protagonista de algo, aunque sea de una terrible desgracia, con tal de aparecer en la tele. La nación televisiva parece un pueblo chico: es capaz de cualquier cosa con tal de aparecer en el “contexto” internacional. Moriríamos por tener aunque sea el terremoto más grande. Cholulismo, le dicen.

Sospecho, porque ya lo vi antes, que una vez agotadas las reservas de todo lo vendible, la gripe desaparecerá milagrosamente de las pantallas, como desaparecen otros grandes males una vez pasadas las elecciones o cumplido el objetivo.

El año pasado en el Hospital de Carmen de Areco, por ejemplo, tuvieron que hacer lugar en la sala general de mujeres para albergar niños, porque pediatría estaba colapsada en su capacidad de camas; sin embargo, ningún medio de comunicación habló de epidemia. Ni en un panfleto se mencionó el asunto. 

Hoy, que supuestamente padecemos todas las endemias juntas, sobra la mitad del área. (Se puede comprobar visitando el sector de estadísticas del hospital, siempre y cuando se prefiera saber a creer, por supuesto). Los legisladores electos, impulsarán alguna ley en el Congreso que castigue el Tráfico de Influenza?


Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

4.13.2009

OREJA

Por Roberto Daniel León



OREJA… 

Con buena vista se busca para neutralizar accionar de lengua veloz. 


No hace mucho tiempo, densa polvareda levantó un comentario de Carmen Argibay (Ministra de la Suprema Corte), al referirse a esta sociedad como esquizofrénica. Dado que la palabreja describe un síntoma que pocos reconocen, pero que la mayoría huele peligroso, todo el mundo (léase los medios masivos de comunicación), se mandó a guardar pasado el estupor inicial. No se hable más del asunto, pareció ser la consigna no escrita. La declaración resultó todo un incómodo dedo en el culo, de modo tal que nadie se siguió moviendo después de la primera impresión: no vaya a ser que profundice o haya más dedos.

Susana “Sinpecado” Giménez lanzó la primera piedra: el que mata debe morir. Uno, que también tiene su corazoncito, claro, acostumbrado a volar más alto que los alambrados porque sabe que son peligrosos, inmediatamente imagina, casi seducido por la idea: a los que matan de hambre, a los que matan con la especulación, a los que matan por dinero, por poder o no poder, a los que matan los sueños, la libertad, la justicia, el amor…Bueno, en este caso no; en este caso es a los que matan a los floristas. Tanta sensibilidad por la belleza (y no es ironía) tirada a la basura mediante la simple y torpe eliminación de un cuerpo. ¿Cuántas sensibilidades por el arte, la belleza, la libertad, la justicia y el conocimiento, fueron masacradas antes por similar método? La diva, que se las ha ingeniado para que la ignorancia resulte simpática, parece que al igual que el “ingeniero” y muchos miles similares, acaban de llegar de Andrómeda, donde aún no hay señal de cable y por lo tanto, no sólo no estaban enterados, sino que además no tienen nada que ver con los horrores que ocurren en este país (en el exterior no se consiguen, excepto en la temible Cuba).

Como “todos” somos “nadie”, entonces hay que encontrar a uno que pague por todos; uno que tenga nombre y apellido, que sea fácil de identificar y, sobre todo, vulnerable. La brillante idea –que ya se le ocurrió al dios de la Biblia con su supuesto hijo- sigue vigente: ahora son nuestros hijos, es decir los jóvenes. Claro que eso no se puede confesar tan crudamente, así que hay que disfrazarlo un poco y desviar la atención de la conciencia. La droga! Ahí está! Ese es el monstruo que se devora en forma oral, aspirante o inyectable, nuestro futuro… no! Mejor poné “seguridad”! Eso, nuestra seguridad! La droga es la culpable. Tiene vida propia, llovió de los cielos… no, de los cielos no puede ser, porque tendría que ser buena; apareció del infierno! Eso! Nosotros no tuvimos nada que ver con construir porquerías ilegales. Solo legales; dentro de la ley, todo. ¿Cómo hace la droga para apoderarse de nuestros hijos, poniéndolos en situación de ser sacrificados, por el bien de nuestra seguridad eterna en el country prometido? ¿Tiene ese monstruo vida propia? ¿Acaso es alienígena? ¿Por qué no todos los jóvenes consumen estupefacientes? ¿Por qué no todos los que consumen son violentos? ¿Acaso no tiene el mismo efecto en todos? ¿Por qué no hacerle lugar a la-s pregunta-s?

La precariedad intelectual que nos dejaron los milicos, encaramada a diversos estratos del poder, no solo no logra sino que no permite ver mas allá de las formas externas y, por las dudas que haya que hacerse cargo de algo, prefieren atacar sólo lo que se ve. De este modo, como dice Dolina, le apuntan al cura pero le pegan al campanario, perpetuando el mismo fracaso con idéntico método.

Para el control de plagas, la biología moderna incorpora el concepto de llegar a la gestación de la misma, evitando matar a los bichos que están a la vista y usándolos como emisarios portadores de algún tipo de inhibidor de la reproducción. El producto llevado a la madriguera, detiene la gestación de más plaga. Obviamente los biólogos no se nutren de los medios de comunicación masiva y tampoco ocupan sitios de decisión en los ámbitos gubernamentales ni eclesiásticos. Es menester abundar, en función de la comparación y en virtud del ejemplo utilizado, que para los seres humanos, el inhibidor no sería biológico sino educativo, ético, cultural, intelectual.

Llevamos ya muchos años de estímulo a las emociones y nula nutrición de la cabeza. Los “sentidos” cobran fuerza, mientras el raciocinio se debilita por ausencia de la palabra formadora. Un porcentaje cada vez mayor de la sociedad moderna deja de tener hijos y solo paren crías, posicionándonos cada vez más cerca del primigenio animal. Ya casi no se escucha a los niños y la charla formativa de actitudes es reemplazada por: “no molestes”, “andá a ver la tele”, “andá a jugar con la compu” (jugar con la compu, en casa o en el cyber, es “jugar” a matar sin consecuencias; matar sobre todo al diferente, cuanto mejor si negro o musulmán, pero sobre todo, desarrollar placer por la muerte del otro).

Toda esta barbarie no puede tener mejores consecuencias que las que están a la vista. Hacerle abundantemente la cabeza a una persona en formación o sin ella, para que consuma innumerables productos que le darían un status preferencial, convirtiéndolo en alguien valioso y aceptado, mientras que a la vez se los excluye, negándoles los medios de acceso al tan promovido objeto, no puede menos que contribuir eficazmente a, por lo menos, la rotura de una vidriera.

Que las personas adineradas eludan tan fácilmente el accionar del sistema legal (mal llamado justicia), mientras que las cárceles se llenan de pobres de toda pobreza, no puede menos que multiplicar reacción violenta.

Burlarse de los sueños hasta matarlos, no puede menos que dejar vacíos de toda vida interior a aquellos que necesitarán de abundante estímulo externo para no morir de hastío, seres a los cuales luego querremos matar porque “no tienen remedio” y porque “nacieron así”. La hipocresía es carísima. Genera un alud de previsibles consecuencias, salvo para quienes se niegan a enterarse de su participación en los hechos.

La destrucción de la palabra, de las utopías, de los valores éticos, reemplazándolos por viles y efímeros objetos concretos, pondrá afuera del individuo lo que debería pasar por su interior. Poner afuera es no hacerse cargo, es culpar siempre a otro y deteriorarse gradualmente como persona, conduciéndonos a un progresivo descenso de la calidad humana. La calidad humana se construye, nadie viene hecho, mal que les pese a los místicos creyentes. Ahora quieren regresar al lugar del que a duras penas intentamos salir, pero no nos engañemos: Susana y los “susanos”, no quieren regresar –por ejemplo- a la “colimba” (no tienen puta idea de lo que realmente era esa bazofia), quieren que regresen los otros; esos “otros” que tienen la culpa de todo. La pena de muerte es la solución maravillosa, excepto, claro, que me la quieran aplicar a mí. Y todo eso sin contar con que el criterio y la aplicación de “justicia” actuales, mataría inocentes y seguiría liberando culpables por doquier.

Una sociedad cuya bandera y símbolo supremo de desarrollo es el autito, o el aire acondicionado, no puede pretender lidiar tan fácilmente con conceptos éticos y filosóficos como la vida, la muerte, la libertad o la justicia. No sin antes detener la lengua, agudizar el oído para escuchar y aprender, la vista para observar y leer, el olfato para detectar carne podrida o quemada y el tacto para acariciar en vez de golpear, sin olvidar la otra acepción del término, que posibilitaría pensar lo que se dice, en vez de decir lo que se “piensa”.

Pena de muerte 

Muerte de pena 

Pena a la muerte 
Muerte a la pena. 


Diagramación & dg: Andrés Gustavo Fernández

2.09.2009

OH…! BAMA!


Por Roberto Daniel León



Días plagados de imágenes y comentarios masivos se suceden sin misericordia, rondando la escena de la victoria electoral de Barak Obama en Estados Unidos, y su casi paradójica llegada a la Casa Blanca. En algún sentido –aparte del tecnológico- pareciera que la humanidad a avanzado, exceptuando a los comunicadores sociales masivos que, aferrados a un cliché, no parecen poder pensar mas allá de lo establecido.


En efecto, no cesan de mencionar el extraordinario “desarrollo” de la “raza negra”, en función de la “igualdad” con los “blancos”, entre otras sandeces con que apabullan a los tele videntes, oyentes o lectores que, desprevenidos y desinformados, adhieren sin reservas a lo dicho a borbotones en los multi medios que hicieron un show de la vida y la muerte, donde lo que importa es llenar espacios mientras se suceden las imágenes y los conductores deben decir algo, lo que sea, para que no haya silencios. Ellos tienen establecido que una sucesión fortuita de acontecimientos positivos debe llamarse milagro y que, en cambio, la misma sucesión fortuita de acontecimientos, pero en sentido negativo, debe llamarse desgracia, tragedia, etc. Y ahí están.


Lejos de este berenjenal, con las desventajas propias del desierto, avanzan quienes piensan en la raza humana. Son quienes aprendieron que algunas diferencias fisonómicas no establecen una raza, que la humanidad se inició en ese lugar de la tierra que hoy conocemos como Africa, que las concepciones y acciones de los seres humanos están condicionadas por su cultura y lo que cada uno pueda hacer con ello, no por sus genes ni, mucho menos, por el color de su piel. Insisten sin embargo, los de más acá, en instalar cierta sensación de que Obama, por el solo hecho de ser negro, podría ser diferente (léase mejor) en su calidad humana, que muchos de sus predecesores en el gobierno de los EE.UU. y su apéndice, el mundo. La pregunta es: ¿En qué cultura armó Obama su estructura psíquica, es decir su persona? ¿Piensa como hindú, como sioux, como araucano?


Cuando Néstor Kirchner llegó a la otra casa, la Rosada, parodiando símbolos de una cultura originaria durante la entrega del bastón de mando, se podía pensar que se trataba de algo –alguien-, diferente. Sin embargo, este señor no hizo su persona en esa cultura; la hizo en una cultura política y social muy diferente: en un movimiento llamado peronismo. Precisamente, que se trate de un movimiento, impide que sea referencial, dado que se torna inasible. Esa sola característica, para no abundar, no lo hace confiable: si hoy lo busca donde estaba ayer, ya no lo encontrará.


Obama no podrá, salvo que haya crecido, ser diferente a lo adquirido en su cultura que, permítanme recordarlo, no es la de ninguna ancestral tribu de Kenia.


¿Por qué llega un negro a presidente de una nación que después de esclavizarlos los persiguió y segregó durante muchísimos años? ¿Porque el pueblo estadounidense creció, o porque Barak ya no es negro?



 Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

1.21.2009

IGLESIA UNIVERSAL



Por Roberto Daniel León



Carmen de Areco, 21 de Enero de 2009


Pastor Matías, 
de mi consideración: 

Acabo de recibir de parte de un familiar su impersonal invitación, la cual quiero agradecer, a fin de no herir gratuitamente la –seguramente buena- intención de quien me la entrega, ni de quien la envía.

No obstante, por respeto a mis propias convicciones, quiero poner en su conocimiento que no soy creyente. Pasé por ello alguna vez y no deseo regresar, de modo que aceptar su invitación sería retroceder, respecto a lo avanzado hasta aquí. Podrá reparar Ud. seguramente, que utilizo con propiedad la palabra avanzado.

Aunque esta declaración escandalice las mentes de los astutamente atemorizados creyentes, a mi no me interesa someterme a la voluntad de ningún dios, sea real o imaginario, y menos que menos cuando se trata del dios de la Biblia, munido de una conducta y una perversión tal, que pone en evidencia su origen humano. Creado y sostenido por hombres incapaces de hacerse cargo de su propia responsabilidad y deseosos de contar con algo donde poner afuera sus miserias y temores, en vez de hacerlas pasar por sí mismo, lo cual redundaría en crecimiento. 

No me interesa tampoco una fe que entrega “verdades” reveladas en bandeja de plata, que no deja lugar para la duda y que por lo tanto detiene la búsqueda. Yo me aventuro por mis propios caminos y, lo descubierto hasta ahora, no deja de sorprenderme ni me ha decepcionado. Acepté hacerme cargo de las consecuencias y logré crecer, aunque no conforme a vuestro criterio seguramente. Sin embargo, aunque los creyentes no lo crean (por cuanto les han enseñado que no puede ser), soy feliz. No ha sido gratis, el proceso –que aún continúa- tiene un precio que, le confieso, bien vale la pena. El dinero ha dejado de ser lo más importante para mí, por lo que su escasez no me angustia, así que por ese lado, el anzuelo no tiene carnada. Los problemas familiares, he logrado resolverlos en tanto me ha interesado hacerlo, cuando he considerado que merecía la pena. He amado y he sido amado. En algunos casos resultó muy doloroso y de ahí también aprendí. Pude conservar y priorizar los recuerdos felices y disfrutarlo, así que en realidad los llamados problemas sentimentales, no son tales. Soy afortunado también, porque no tengo enfermedades; y no las tengo, particularmente, desde que sané mi cabeza. No necesito estar a salvo, porque así cualquiera se siente bien. El gran desafío es sentirse bien y obrar bien, aún en medio de la inseguridad. Por elección personal. Quizá pueda reconocerme usted el mérito de ser feliz, aún cuando se que no hay vida después de esta.

Por último, debe saber usted que no necesito de la obligación ni de la transformación impuesta por ningún dios, para decidir amar a mis semejantes, lo suficiente como para no matar aún a quienes se lo merecen. Le aseguro que es mucho más de lo que algunos reconocidos cristianos han hecho. Si usted es de verdad un creyente, todo esto será en vano, por cuanto ya le habrán advertido que mis palabras son herramienta del diablo, el cual habla por mí. Es uno de los reaseguros para mantener cautivo al creyente. Si, en cambio, usted es simplemente un engañador profesional que vive del cuento religioso, entonces al menos sabrá que no puede contar conmigo.

Roberto Daniel León


Portada: Pachakamakin
Diagramación & DG: Pachakamakin


7.12.2008

DESDE EL CAMPO

Por Roberto Daniel León


... pero sin el campo, escuché en Radio Colonia -un medio clásico de la información alternativa en tiempos de censura de prensa,

Hoy a la derecha de Radio10- difunde declaraciones del vice presidente de la Sociedad Rural, expresando que el sector al que representa quería ser prudente, por cuanto creían haber escuchado el clamor de la sociedad.

Si entendemos que clamar es suplicar o rogar colectivamente, debemos suponer que estos señores se creen destinatarios de súplicas, ergo poderosos actores con derecho a prebendas.

Por otra parte, variadas expresiones del sector y de la propaganda ad hoc, insisten con decir que esperan del gobierno, lo que han dado en llamar un gesto de "grandeza".

Desde el punto de vista del aborígen, dice Galeano, el pintoresco es el turista. De someterse el ejecutivo a la demanda de un sector que quiere seguir siendo muy poderoso, a sabiendas que ese poder se sostiene en detrimento de aquellos que no tienen ninguno, no suena a mucha grandeza que digamos.

¿Será una forma de lisonjear al gobierno, para ver si se la cree y afloja? ¿O de verdad creerán que bajarse los lienzos frente a ellos es grandeza?

Parece que estuviera de moda la grandilocuencia, con una suerte de utilización de palabras que refieren a excelsos valores humanos, en un contexto de excremento de cerdos.

Hablan de la dignidad del trabajo, sin ponerse colorados, quienes lo retribuyen con monedas, cuando la dignidad sería justamente lo contrario: negarse a laburar por dos mangos.

Sin embargo, regresando al clamor, el tipo tiene razón: hay un sector -numeroso y clase mediático- de la sociedad, que ha sido entrenado para bajarse los lienzos frente al poder económico. Tienen vocación de cadena de ternero (decimos acá por arrastrado) y no dudan en clamar por su mísera cuota, ante los gordos amos que se regodean de su poder.

Los arrastrados nunca se solidarizan con sus pares, ni con nadie que pudiera ayudarles a construirse un taparrabos: ellos seguirán con sus pálidas nalgas al aire, ofrendadas al mercado sodomita.

Yo no. Yo no estoy…

No estoy con el campo (léase empresarios sojeros) como verán...


Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

5.22.2008

LA CONTAMINACIÓN MUNDIAL

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



Hay sectores que alertan sobre las consecuencias que traerá para el futuro del planeta la constante polución que provoca el hombre. Desde hace unos treinta años, más o menos, nacieron organizaciones ecologistas empeñadas en luchar por la preservación del medio ambiente. Formaron partidos políticos (llamados en Europa “los verdes”) y lograron introducir en las Naciones Unidas su temario. Sus llamados no se interrumpen y, cada vez que sucede una catástrofe climática o un derrame de sustancias químicas, aprovechan para desplegar una estrategia que consiste en poner esos hechos como ejemplo de la devastación que se produce a cada minuto.


Esta labor empeñosa y no siempre entendida en su verdadero alcance benéfico derivó, entre otras cosas, en la firma de un tratado internacional que se bautizó con el nombre de la ciudad donde fue hecho: el Protocolo de Kyoto. En el texto, un numeroso grupo de naciones se comprometió a disminuir la emisión de gases tóxicos a la atmósfera, acción considerada un paso ínfimo, pero paso al fin, para amortiguar el efecto invernadero. Desde ya que varios de los principales emisores de elementos dañinos no suscribieron el pacto y no se molestaron en dar muchas explicaciones que justificaran las negativas. Una de las naciones más reacias a estampar la rúbrica fue Estados Unidos de Norteamérica, y su actitud resulta muy problemática, ya que emite a la atmósfera el treinta por ciento de las emanaciones que el mundo deja escapar. Sumado a otras naciones industrializadas que se negaron a aceptar el compromiso, el volumen de polución que seguirá estropeando el aire reduce el tratado a un gesto poco menos que inútil.

Sin embargo, hubo un aspecto muy útil en las deliberaciones, en los conciliábulos previos a la firma del tratado y en todas las reuniones que las Naciones Unidas continuaron realizando alrededor del tema: el esclarecimiento de cuáles son los verdaderos obstáculos que impiden un acuerdo unánime sobre algo que nos concierne a todos. Siempre que los miembros de organizaciones ecologistas investigaron los procesos de contaminación, se estrellaron con el muro de los grandes capitales, que no le dan importancia alguna a nada que no sea su propio crecimiento. Plantear la necesidad de freno al derrame de líquidos en ríos, de vapores nocivos, a la contaminación sonora, encuentra de parte de las empresas industriales un alerta por los posibles gastos que insumiría la colocación de mecanismos depuradores. Ni nos molestemos en imaginar la respuesta si se trata de una sugerencia más profunda, como la de repensar los sistemas productivos.

Desde la Revolución Industrial, el capitalismo funciona en base a la misma dinámica: crear objetos en series, de diferente grado y utilidad, para venderlos. Con ese fin se reencauzó la explotación de la clase obrera. La falla intrínseca del sistema se reveló a poco de andar: los millones de individuos esclavizados no podían, a su vez, acceder al consumo de los productos que velozmente fabricaban, y como la finalidad del capitalismo fue siempre el mantenimiento de una élite dominadora y el aumento de la masa proletaria, empezó a haber exceso de objetos producidos y falta de consumidores. En esa instancia, la plutocracia tuvo que aflojar algunos de sus postulados. Las convulsiones de 1848 en casi toda Europa, la Comuna de París, las revoluciones Rusa, Mejicana, China y Cubana, por mencionar algunos hechos de los siglos XIX y XX, fueron encendiendo alertas que significaron una mejora en las condiciones de los trabajadores por parte de los capitalistas; éstos se dieron cuenta de que así, amén de prevenir rebeliones, también podían obtener consumidores entre los explotados. Más tarde, el crecimiento de la tecnología le dio a los grandes propietarios del dinero y de los bienes otra ilusión: ya no tendrían que depender de la masa proletaria en los mecanismos productivos; las máquinas reemplazaron a los obreros. Sin embargo, los hombres y mujeres echados del sistema fueron componiendo un sector nuevo: los desocupados, una multitud que tampoco podía ser consumidora de nada, a pesar de que su condición la volvía muy dócil a cualquier propuesta laboral, por humillante que fuera. En la Argentina, por ejemplo, alrededor de diez millones de personas quedaron al margen de las estructuras laborales y sociales en la siniestra década de los noventa. Los pregoneros del neoliberalismo sostuvieron que eso era lo correcto y, pateando futbolísticamente la cuestión hacia delante, dijeron que los desocupados irían incorporándose poco a poco, a medida que el sistema encontrara sus inevitables reacomodamientos. El derrumbe de 2001 dejó en claro el disparate de esa filosofía. La realidad le quitó al capitalismo la validez del cómo.

Ahora, la contaminación mundial le plantea una última sentencia al capitalismo: le quita el para qué. Y esto proviene de su misma idiosincrasia. Un mundo que exhibe dudas enormes en cuanto a la supervivencia de la humanidad es un mundo que comienza a perder sentido; pero, por primera vez en la historia, comienza a perder sentido para todos. La burguesía que gobernó el planeta desde la Revolución Francesa, pudo en todo ese tiempo manejar el destino de gran parte de los habitantes del globo, condenarlos a la miseria y la muerte, sin que su futuro como clase tuviera un final visible. Ahora, una eventual catástrofe ecológica dibuja el corte cierto del camino: ya no habrá nadie libre de las consecuencias.

La actitud de los grandes centros económicos es la peor: ignorar las advertencias y ponerse en contra de las medidas preventivas. Sigue la tala de bosques, el agotamiento de las tierras por laboreo indebido, el envenenamiento de las capas freáticas por los herbicidas, el exterminio de especies animales que cumplen fines equilibrantes. Tal vez su criterio es el único que pueden tener. Una maquinaria que funciona automáticamente en procura de riquezas no conoce el margen de libertad y de imaginación como para pensar otra cosa.. Lo llamativo es que durante siglos los grandes capitalistas se jactaron de ser prácticos, de no perder el tiempo en lirismos inútiles, y en este momento demuestran ser ciegos ante una eventualidad más que previsible.

En algún momento de los años venideros, la humanidad en su conjunto se preguntará con desesperación si no será hora de modificar drásticamente los sistemas que la rigen. Ya no la conducirán a esas reflexiones los ideales filosóficos, políticos o humanísticos que sembraron en otras épocas el ansia de cambio en muchos hombres; será pura y simplemente el instinto de conservación.




Ilustración: Ernst Fucks
Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

5.12.2008

COPROFAGIA

Por Roberto Daniel León


Darse el gusto es una decisión respetable y hasta admirable, en el ámbito de la vida privada, donde el protagonista es el único afectado. Cada quien puede decidir si deja de comer para adquirir un plasma o si vende el televisor para poder comprar un reproductor de discos de video. No obstante, cuando la decisión involucra a muchos, es justo que se recurra al consenso y se consideren los valores y las necesidades de los otros. 

En este sistema socio político, donde los golpes de efecto son recursos para la consolidación de un poder que no contempla estas condiciones, y que tiene como fin evidente la satisfacción personal, es frecuente encontrar que con la excusa de pertenecer a la “modernidad” se anuncien vuelos a la estratosfera, o se concreten proyectos de construcción de un “tren bala”, cuando millones tienen sus necesidades básicas insatisfechas, cuando el transporte público es lamentable y costoso y las rutas abarrotadas de tránsito son escenario frecuente de tragedias horrorosas. Estas opciones solo son posibles cuando el otro y el Otro han perdido valor en nuestra concepción ética y lo son también con el concurso y la complicidad de muchos, incluidos las víctimas.

No se trata solo de suponer que con el costo del “tren bala” podría alcanzar para reactivar mas de una línea ferroviaria con sus consecuentes beneficios, sino que mas allá de esto yace uno de los nefastos conceptos del capitalismo conocido como neoliberalismo: toda crisis es una oportunidad de negocios, al cual refiere con admirable agudeza la periodista canadiense Naomi Klein. Esta sentencia que con circunspecto aire de sabiduría esgrimen los ejecutivos modernos y muchos pobres aspirantes a tan alto honor, es uno de los tantos eufemismos con que la cultura de la apariencia (packaging) presenta una vieja actitud de desprecio a las personas, a la solidaridad y a la construcción en conjunto. Tiene como resultado la injusticia social, el agrandamiento de la brecha entre ricos y pobres, la violencia y la agresión mutua, siempre entre los damnificados. Es decir, pobres contra pobres.

Toda crisis es una oportunidad de negocios significa, en buen romance, aprovecharse de las necesidades de los demás. No está instalada solamente en los altos círculos del poder económico, sino que se plasma en la calle, en el hombre común. Cuando escuchamos “…encontré a uno que quiere vender su lavadora automática en cien pesos, pero está ahorcado; seguro que si le ofrecés cincuenta te la vende igual” estamos en presencia de toda crisis es una oportunidad de negocios.

En esta modalidad de ejecución, lo que se ejecuta en realidad es toda posibilidad de desarrollo humano, aunque haya ministerios que ostenten este nombre.

Así como la espada y la cruz se convirtieron en símbolo de la conquista de América por parte de un país, los espejitos y vidrios de colores son el símbolo del engaño con que ahora –no un país, sino un poder sin fronteras- se lanza a la conquista de la humanidad. El terreno ya fue preparado para esta conquista y consistió en sustituir –en principio- a la palabra por la imagen. El mundo en imágenes, es un modelo terminado que no requiere elaboración. La palabra en cambio, requiere del pensamiento. Crea y construye. Modifica y perfecciona. Libera a la vez que relaciona.

Sin embargo, por influencia o por azar, se ha desplazado de la escena y lo que se ve, que aparentemente nos conecta, es justamente lo que nos separa y nos destruye: (“tiene cara de delincuente”, “ojos de bueno”, etc). La televisión nos muestra en un paneo los fervorosos aplausos de la tribuna, pero las cámaras omiten hábilmente mostrar al asistente que levanta, en el momento apropiado, la pancarta que indica aplaudir. La imagen, es decir lo que vemos, es insuficiente y limitado; deja afuera contenidos esenciales, embrutece, distorsiona y detiene. Es posible que cuando el viejo dios bíblico prohibía a los hebreos tener imágenes, supiera de qué hablaba. Se hubiesen detenido, precisamente, en la imagen.

Los eufemismos son envoltorios. Imágenes que encubren las palabras. En la sentencia eufemística referida anteriormente, ostentada por exitosos hombres de negocios de la actualidad, no deberíamos perder de vista la condición de los componentes de la ecuación: los negocios siempre son de ellos y la crisis siempre es nuestra. La oportunidad sería la falaz disyuntiva de en que lado estar. Solo que la oportunidad no es de todos y a la hora de elegir, si fuera posible, estar del lado del negocio significaría practicarle un agujero mas al barco en el que vamos todos; solo que la tarea se llevaría a cabo, eso sí, en un ambiente climatizado.