Cada diez años, la revista británica Sight & Sound hace una encuesta entre críticos de todo el mundo para elegir la mejor película de todos los tiempos. Hace pocos días se conocieron los resultados de la votación 2012 en la que participaron 846 invitados, quienes enviaron una lista de diez películas. En 2002 me abstuve de votar pensando que si uno observa el top ten desde 1952 comprueba que ese pequeño canon tiene algo de paquidérmico, de académico en el peor sentido, y revela un consenso que atrasa unos cuantos años por no decir décadas. Este año voté porque me pareció una descortesía no hacerlo, ya que la revista se encargó de presionar a los remisos con mensajes cotidianos y prórrogas para la entrega. Pero no es necesario tanto despliegue para recordarnos que El ciudadano, de Welles; Historia de Tokio, de Ozu; Más corazón que odio, de Ford; La regla del juego, de Renoir o Amanece, de Murnau, que aparecen entre las diez primeras, son obras maestras, aunque podrían ser sustituidas por otras películas que también lo son.
Tampoco habla bien de la comunidad de los críticos que entre esas diez no aparezca ninguna película de Godard ni que entre las primeras cincuenta falten Hawks, Fassbinder y Buñuel ni la ausencia casi absoluta de obras del siglo XXI. Entre esas cincuenta primeras tampoco figuran películas latinoamericanas ni africanas, mientras que las asiáticas se limitan a tres consabidos japoneses. Para colmo, sospecho que los organizadores han hecho una pequeña trampa, porque en el puesto cincuenta hay un oportuno triple empate (lo que da un total de 52) que permite incluir a Mizoguchi, a Chaplin y a Chris Marker, directores cuya omisión habría abochornado a la profesión crítica.
La gran novedad de la encuesta 2012 es que El ciudadano, que venía primera desde 1962 (en 1952 la ganadora fue Ladrones de bicicletas), perdió ese lugar a manos de Vértigo de Hitchcock. Tampoco fue una gran sorpresa porque Vértigo venía escalando posiciones y ya estaba segunda en 2002. Para evitar que esta nota no fuera una enumeración de quejas apolilladas, volví a ver Vértigo. La decisión me permitió comprender que su consagración en la encuesta de Sight & Sound debe ser celebrada como una gran noticia. Estrenada en 1958, recibida con desprecio e indiferencia por la mayoría de los críticos, Vértigo es una película genial y libre como muy pocas, en la que una enorme sutileza formal, un infinito juego de espejos narrativos y la exploración del carácter simultáneamente documental e hipotético del cine están tejidos con el hilo de una insidiosa y patente vulgaridad. Vértigo es la mejor prueba de que el cine es un arte que todavía conserva la capacidad de reunir lo plebeyo con lo sublime. El reconocimiento de esa dualidad es obra de la cinefilia, un invento francés al que Vértigo está asociado gracias a los Cahiers du Cinéma.
Cuando Truffaut, gran hitchcockiano, dijo que todas las películas nacen iguales no hizo más que formular el acabamiento histórico de la Revolución Francesa: proclamó el derecho de ciudadanía plena de todo artista y su capacidad de alcanzar la cumbre de su disciplina desde los márgenes, en este caso desde el gueto del supuesto cine comercial. A los cinéfilos debemos el descubrimiento de esa verdad y la difusión del placer que provocan obras milagrosas como Vértigo.
Chris Marker, un cineasta que acaba de morir y una de las inteligencias más claras que hayan transitado por el cine, termina un largo artículo sobre Vértigo diciendo: "Obviamente, este texto se dirige a quienes conocen Vértigo de memoria. Pero si ése no es el caso, no se merecen absolutamente nada". Es cierto: si no nos aprendemos Vértigo de memoria, no seremos seres humanos dignos. Y pensar que yo no la voté.
Portada: Fotografía de Vértigo
Diagramación & DG: Pachakamakin