Hoy la memoria me trajo una brisa de otros días. Fue por el estímulo de haber escuchado una grabación musical. Como por un rayo de luz, me vi en el año 1963. Yo concurría a una escuela rural, la número 21 Juan Martín de Pueyrredón, del paraje La Isabel, en el partido de Salto argentino; estaba en lo que entonces era el “primer grado inferior”. Allí me vi, pues, aprestándome con mis otros escasos treinta compañeritos para asistir a una función en el cine Roma de aquella ciudad bonaerense. En lo personal, fue la primera salida a una distancia de más de diez kilómetros sin mis padres. El arribo a la sala nos intimidó: había cientos de otros niños en la misma instancia. El griterío era infernal. La alharaca de los alumnos ocasionaba las reprensiones de las maestras; había breves espacios de calma y luego se repetían los bullicios y los alaridos docentes en procura de orden. Nadie escuchaba al próximo ni a sí mismo. Nuestro exiguo contingente guardaba una compostura que no tardó en atraer las críticas de los infantes más agresivos de las otras escuelas. Ya en las butacas, hubimos de ser flanqueados en los laterales por la directora y la única maestra, dedicadas a repeler las flechas verbales provenientes de cualquier extranjero escolar. Nos quedaban más expuestos la retaguardia y el frente, blanco de avioncitos de papel, confituras en forma de proyectil o escupitajos furtivos que invariablemente daban en los blancos más voluminosos de nuestras educadoras.
Cuando al fin se apagaron las luces, hubo un alarido uniforme que indicó la complacencia por el fin de la espera. La función consistía en un espectáculo (luego supe que fue uno de los últimos) a cargo de miembros de la compañía de marionetas llamada Piccoli di Podrecca. En casa, mis padres y otros familiares de la misma edad evocaban alguna vista de estos muñecos, considerándolos dentro de lo mejor que habían apreciado en sus existencias. Al grupo lo formaban gentes de diversas nacionalidades –aunque predominaban los italianos, como es lógico por su punto de inicio– y sus periplos tenían un circuito igual de cosmopolita. Muchísimos años después averigüé que el fundador de esa compañía, el signore Podrecca, había fallecido en el año 1959, luego de sembrar el mundo con la fantasía radiante de su corte de seres artificiales y de colaboradores. Huyendo del horror de la Segunda Guerra Mundial, decidió una gira que sería permanente y que abrió cauce al arte de los titiriteros. La Argentina contó con uno de los hombres más relevantes en tal especialidad: el gran Javier Villafañe.
Ha dicho Borges en la milonga Jacinto Chiclana: “Los años no dejan ver el entrevero y el brillo”. Por suerte, yo sigo viendo el brillo de aquel escenario mágico, donde hombres y mujeres de madera actuaban para cientos de niños boquiabiertos. Un caballero hamacaba delicadamente a una frágil dama. Primero, el vaivén era suave; después, la niña desaparecía de escena y el retorno de la hamaca golpeaba al pobre hombre hasta enviarlo, a su vez, fuera de nuestra vista; rengo y maltrecho, él insistía en complacer a su compañera, que no se daba por enterada. Un adusto violinista vestido de negro (reminiscencias de Niccoló Paganini, tal vez) ejecutaba su instrumento un rato, hasta que empezaba a desintegrarse: cabeza, brazos, piernas, torso y violín se desparramaban en círculos caóticos por el aire. Sin que dejara de sonar la música, las piezas anatómicas del raro instrumentista volvían a componer la persona y terminaba su actuación tan completo como había entrado al escenario. Y el número que motiva estas letras nostálgicas era algo así como teatro de marionetas dentro del teatro de marionetas: en una fiesta, un inventor presentaba una muñeca cantante, a cuerda; una mariposa giratoria debía ser manipulada en su espalda a fin de que la niña artificial pudiese desplegar trinos de soprano de coloratura. La duración de la cuerda era bastante más breve que la pieza musical; por lo tanto, su voz y sus movimientos declinaban abruptamente y era necesario girar el mecanismo para darle nuevo impulso. La muñeca tenía un vestido largo, azul, y su canto sonaba con la agilidad de un ave. Interpretaba un vals. Algo así como un sello de fuego me incrustó en el alma esa voz.
Cuando en la radio a transistores de mi casa yo escuchaba, al paso, alguna voz parecida a la de aquella muñeca del teatro, pedía que se dejara la sintonía allí y exclamaba: “¡La títere!”, pensando que era la misma. El tiempo me soldó al oído el gusto por la ópera, y a lo largo de muchos años, al escuchar yo, fascinado, interpretaciones líricas femeninas, mis padres seguían diciendo, entre jocosos y graves: “Es como la títere”.
Nada menos que cuarenta y seis años después, en 2009, compré una colección de registros de voces de la ópera y, recorriendo sus delicias, oí aquel vals y gocé de aquellos gorjeos. El impacto me hizo creer (¿y acaso no es posible?) que era la misma grabación empleada para figurar el canto de la marioneta vestida de azul. La pieza –ahora lo sé– es el Aria de la muñeca, de Los cuentos de Hoffmann, de Jack Offenbach, un músico francés de apellido alemán, que durante casi toda su vida estuvo dedicado a componer operetas mediocres, y que, para liberarse del yugo de su propia obra, decidió escribir algo más profundo. El tema de esta pieza es el amor (¡cuándo no!), representado por tres mujeres que rondan al escritor Ernesto Teodoro Hoffmann (persona que anduvo realmente por el mundo bajo ese nombre y con esas dotes). Uno de los episodios cuenta el enamoramiento del artista respecto de la acrobática –y automática– soprano, sin sospechar –¡Ay convencionalismos de los libretos!– que se trata de un robot. La versión que a partir de 2009 tengo en mis manos –con ruido de cuerda y todo– es de una cantante llamada Vina Bovy (cómoda síntesis para esquivar el interminable Johanna Paulina Felicidad Bovy van Overberghe), originaria de la ciudad belga de Gante en el año 1900. El neblinoso registro data de 1937 y, según los datos biográficos que lo acompañan, esta señora expiró en 1983. Acaso, como ya me lo pregunté, no sea absurdo imaginar que ella fue la voz de aquella marioneta que en el lejano 1963 le dejó a un niño de cinco años la impresión decisiva para que luego se inclinara por admirar el canto operístico.
Portada: Marioneta, de Maricarmen Ruiz
Diagramación & DG: Pachakamakin