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4.04.2011

EL SOBRINO DE LA TÍA JULIA

Por Juan José Oppizzi


Sus Artículos en ADN CreadoreS




El escritor Mario Vargas Llosa publicó en estos días de Marzo de 2011 una carta dirigida a protestar por lo que él llamó un “pedido de censura”. Fue por la anterior carta pública del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, sugiriendo a los organizadores de la anual Feria del Libro de Buenos Aires que no lo incluyeran como invitado para abrirla. Tal misiva está impregnada de ese lloroso quejido que emiten los que siempre desean ser víctimas de la censura. El asunto es: ¿a qué censura se refiere el señor Vargas Llosa? Nadie le impide asistir a la Feria del Libro. La posición de Horacio González no pasó de ser una sugerencia a los organizadores a fin de que no se lo invitara a encabezar la apertura, no para que se le impidiera asistir. En todo caso, lo que el director de la Biblioteca Nacional hizo fue usar de su derecho a cuestionar las ideas de cualquier persona, según los principios de libertad que Mario Vargas Llosa dice defender. Salvo, claro, que el señor Mario se crea incuestionable. No voy a juzgar acá la conveniencia o la inconveniencia de tal expresión de deseos de González (aunque pienso que le dio a Vargas Llosa un libreto que no era necesario darle); lo que me interesa es la retorcida argumentación que despliega el escritor ex-peruano (se nacionalizó español).

Primeramente debo hacer notar que me parece una ingratitud de parte de Vargas Llosa el criticar a Jorge Rafael Videla. La dictadura del Proceso, y las de todos los países latinoamericanos triturados en la década de los setenta, cumplieron –bajo la sabia dirección de Henry Kissinger– con el trabajo sucio que les permitió a los liberales hacer sin mucha resistencia el horroroso experimento socioeconómico de los noventa, al que el señor escritor ex-peruano defiende con tanta pasión. Vargas Llosa pertenece a una organización internacional que maneja el franquista (reciclado en el discurso) ex Presidente del Gobierno de España, José María Aznar, encargada de difundir los idearios más cavernícolas del capitalismo mundial y de disfrazarlos con argumentos buenitos. En su momento también colaboró con la oscura y fanática secta fascista del reverendo coreano Moon. Además, convendría recordarle a este campeón de la libertad el poco (el ningún) brío que sus colegas de ideología liberal (Fraga Hiribarne, Aznar, Büchi, Alsogaray, Sormann, Fukuyama, etc) pusieron en criticar las barbaridades cometidas en los años de plomo de América Latina. La censura de su libro La tía Julia y el escribidor bajo la bota de Videla fue una de las torpezas medievales de alguien que, como el obtuso militar argentino, no tenía la agudeza ni la astucia como para ver el panorama a largo plazo (¡Perjudicar a alguien que luego estaría en el mismo segmento político de tantos seguidores del Proceso!). Convengamos, también, en que Vargas Llosa en esa época aún no había puesto decididamente su talento literario al servicio de una siniestra derecha internacional, y que, por eso, la condena a las “horrendas dictaduras militares” le es a él mucho más cómoda que la que puede emitir algunos de los otros liberales con conciencia sucia.

La calificación de “piqueteros intelectuales” y “kirchneristas” al grupo de intelectuales de “Carta abierta” me parece de una cortedad burda. Se entronca con el criterio que muchos ideólogos argentinos de orientación parecida a la de Vargas Llosa utilizan para medir a cualquier opinante: si no descarga sobre el gobierno los dardos que consideran obligatorios, recibe motes despectivos. ¿Se puede calificar de “piqueteros intelectuales” y “kirchneristas” al recientemente fallecido David Viñas, a Osvaldo Bayer, a Vicente Battista? (ya sufren, en otros ámbitos, las estampillas de traidores Víctor Hugo Morales, Horacio Verbisky, Eduardo Aliverti, Liliana Daunes, Ricardo Forster, Teresa Parodi, León Gieco, etc.) ¿Se puede embolsar a un grupo de intelectuales que sufrió –mucho más que el señor Vargas Llosa– la persecución de la dictadura argentina de 1976-1983 en el mismo criterio censor de los criminales que los acosaron? ¿No es una injusticia flagrante, un sarcasmo destructivo?

El cuerpo principal de la carta de Mario Vargas Llosa está dedicado a criticar al nacionalismo. Nada más fácil y redituable, expositivamente hablando, en virtud de los antecedentes que se registran de la confusión entre amor al terruño y xenofobia; especialmente si se lo hace desde un falso punto de vista de la libertad. Y él apela a argumentos falaces: involucra a San Martín y al Che Guevara en el palabrerío sofístico. ¡Tan luego al Che!, a quien su hijo Alvarito no duda en tachar de “idiota delirante” en ese panfleto irrespetuoso y mendaz llamado Manual del perfecto idiota latinoamericano y que papá Mario avala en un vistoso prólogo. Dice en un párrafo de su misiva: “Si tal mentalidad hubiera prevalecido siempre en la Argentina (se refiere a lo que llama “estrecho nacionalismo de los intelectuales kirchneristas”), el General José de San Martín y sus soldados no se hubieran ido a inmiscuir en los asuntos de Chile y Perú y, en vez de cruzar la Cordillera de los Andes impulsados por un ideal anticolonialista y libertario, se hubieran quedado cebando mate en su tierra...” ¡Increíble!; justamente él, Vargas Llosa, encomia el ideal “libertario y anticolonialista”, cuando, por su credo neoliberal, al mismo tiempo apoya las rapacidades colonialistas y antilibertarias del capitalismo. Y no menos absurda es su alusión al Che: dice que, de seguir las directivas kirchneristas, “...se hubiera eternizado en Rosario, ejerciendo la medicina en vez de ir a jugarse la vida por sus ideas revolucionarias y socialistas en Guatemala, Cuba, el Congo y Bolivia.” ¡Nuevo hallazgo!; usa de arma lo mismo que en otras ocasiones –las más– se desgañita en descalificar; habla admirativamente de las ideas “revolucionarias y socialistas”, cuando otras veces se llena la boca con el libreto de que los ideales sólo deben alimentar el arte y no pretender influencia sobre la sociedad.

Pero, como todo sofista, puede tropezar en piedras desconocidas. Habla de su admiración por Juan Bautista Alberdi y le adjudica que “...llevó su amor a la justicia y a la libertad a oponerse a la guerra que libraba su propio país contra Paraguay, sin importarle que los fanáticos de la intolerancia lo acusaran de traidor”. Allí parece tener un bache referencial. ¿Sabrá don Mario que la Guerra de la Triple Alianza tuvo como artífices y sostenedores fanáticos a Bartolomé Mitre y a Domingo Faustino Sarmiento, sucesivos presidentes argentinos? ¿Sabrá que esas veneradas figuras del “período liberal” del siglo XIX intercambiaban correspondencia confidencial en donde se planeaba el exterminio de toda la población paraguaya y la destrucción del Paraguay como país? ¿Sabrá que los motivos de la guerra no fueron ni el nacionalismo (al que, obviamente se usó para justificar la matanza) ni ideal alguno, sino el pedestre deseo de eliminar a un creciente competidor comercial, es decir la muy capitalista costumbre del monopolio económico?

El gran escritor ex-peruano cae luego en la remanida selección (muy propia del discurso neoliberal de los noventa) de las izquierdas latinoamericanas: rescata los regímenes que estuvieron o están en el poder en Chile, Brasil y Uruguay. Les adjudica haber sido “capaces de renovarse, renunciando no sólo a sus tradicionales convicciones revolucionarias reñidas con la democracia ‘formal’ sino al populismo, al sectarismo ideológico y al dirigismo, aceptando el juego democrático, la alternancia en el poder, (y aquí viene la inevitable exposición de colmillos) el mercado, la empresa y la inversión privadas, y las instituciones formales que antes llamaba burguesas”. Hace lo mismo que ciertos sectores de la derecha argentina: pondera de lejos lo que aborrecería de cerca. Me pregunto qué calificativo le merecería a la muy puntillosa camarilla neoliberal vernácula la presencia en el sillón de Rivadavia de un José Mujica o de un Lula Da Silva. Seguramente dirían que José Mujica es “ese tupamaro bruto” y que Lula Da Silva es “ese negro resentido”. Para los Vargas Llosa la única izquierda potable es la remota o la inexistente. Ni soñar con tocarle un pelo a la insignes empresas e inversiones privadas, al dios Mercado y a las venerables instituciones burguesas. Por supuesto, las frutillas del postre son los gobiernos de Cuba y de Venezuela: ahí la argumentación parece calcada de “Selecciones del Readers digest” (tal vez una de las fuentes formativas principales de su etapa liberal, sea ese pasquín afortunadamente desaparecido).

La penúltima parte de la carta de Vargas Llosa adquiere el suspenso de una mala película yanqui, en donde el populacho enloquecido, en Rosario, asaltó un ómnibus e intentó asesinar a los asistentes a una conferencia de liberales (entre los cuales estaba él). Según su conclusión, eso ilustra “la triste vigencia de aquella confrontación entre civilización y barbarie que describieron con tanta inteligencia y buena prosa (si bien con grandiosa injusticia y parcialidad, diría yo) Sarmiento en su Facundo y Esteban Echeverría en ese cuento sobrecogedor que es El matadero”. ¡Qué horror! ¡Hordas salvajes, asaltando un vehículo en donde viajaban los más civilizados representantes de las más modernas y elevadas concepciones filosóficas del mundo, que la masa ignorante no comprende! ¡Menos mal que ese linchamiento no se produjo! (como suele suceder en los relatos que requieren la presencia del autor para difundirse).

Y la última parte de la carta es increíble. Llega al extremo de presentar –con pena, eso sí– a Horacio González como un eventual destructor de libros de la Biblioteca Nacional que no coincidan con sus convicciones políticas o que desentonen con las corrientes progresistas del pueblo argentino.

Lo que debería apenar a Mario Vargas Llosa es haber tirado por la borda un pasado lúcido y haberlo cambiado por un presente lleno de dogmatismos fósiles a los que ve en los adversarios pero no en su propio razonamiento.