LOS RECINTOS INTERIORES
Cuando llegamos a nuestro destino, la noche había caído completamente; no había luna, de tal manera que reinaba la oscuridad. Descendimos del camión al parecer en ninguna parte; nos despedimos del par de hermanos y permanecimos todavía un rato en el mismo lugar organizando nuestras cosas bajo la luz de la lámpara eléctrica, mientras los faros del camión se alejaban lentamente hasta desaparecer.
-¡Síganme! -dijo Antonio- Tengan cuidado, no se vayan a resbalar.Bajamos por una pendiente de tierra no muy pronunciada pero resbaladiza, atravesamos algunos matorrales y, por fin, después de un rato de caminar, pudimos ver a lo lejos o tres bombillas eléctricas encendidas, lo que indicaba la ubicación de un pequeño poblado, hacia el cual encaminamos nuestros pasos. El cielo casi no tenía nubes y estaba completamente estrellado; se admiraba a la perfección la Vía Láctea surcando majestuosa el cielo; la temperatura era templada y el perfume de la vegetación denso y embriagante.
Llegamos a la calle principal, la cual subía y bajaba en un trazado irregular por entre casa de adobe desnudo y techumbre de teja; una jauría invisible nos ladraba con insistencia, pero ningún ser humano apareció. Torcimos algunas veces por aquel camino hasta que, finalmente, por una callejuela empedrada mucho más estrecha, fuimos a dar hasta una puerta de madera raída, cuyas resquebrajaduras dejaban escapar el trémulo brillo con los que los habitantes de la casa se alumbraban. Antonio tocó y, luego de un rato de espera, pudimos oír que alguien desatrancaba la puerta.
Cuando esta se abrió, me sorprendí: una mujer delgada, ya mayor pero sin edad aparente, quien podía ser tanto la madre de la familia, como la abuela o la bisabuela, apareció ante nosotros portando una vela encendida a la altura del pecho, lo que llenaba su rostro de brillos y sombras fantasmagóricas. Se nos quedó viendo y de inmediato reconoció a nuestro guía; volteó al interior de la casa y pronunció algunas palabras en una lengua irreconocible para mí, luego volvió a mirarnos y se dirigió a Antonio en la misma lengua.
-Son mis amigos -respondió éste en castellano-, son dos, venimos de ver a don Pepe.La mujer volvió a hablar hacia el interior de la casa, como haciendo una pregunta, esperó la respuesta pero no hubo tal, sin embargo asintió, como si le hubieran contestado; volteó hacia nosotros y dio unos pasos atrás, abriendo la puerta para dejarnos libre el acceso. Antonio sonrió.
Al entrar, lo que encontramos excedió por completo mis expectativas: se trataba de una habitación más bien grande, que tenía el piso de tierra y las paredes mal encaladas. Sorprendentemente el techo descansaba sobre un sinnúmero de troncos pelados que servían como vigas, asentadas verticalmente en el piso; más tarde me enteré de que un terremoto había azotado no hacía mucho tiempo la zona y los habitantes de la casa habían echado mano de aquel improvisado recurso para prevenir el derrumbe de la habitación, que había resultado dañada. Sin embargo, más allá de las razones técnicas, la primera impresión que tuve de la casa de asombro: con todos aquellos troncos plantados en su interior, uno al lado de otro, muy cercanos entre sí, tanto que nos tuvimos que quitar la mochilas para poder pasar entre ellos, aquello parecía una especie de bosquecillo muerto, una cámara claustrofóbica del purgatorio de los bosques.
El olor a incienso flotaba en todas partes en forma de densas nubes. Sobre una de las paredes descansaba una especie de altarcillo, el cual mostraba varias imágenes de santos, alumbrados por la luz de una docena de veladoras. Aparte de la mujer y nosotros, ahí no se encontraba nadie.
Mientras Antonio en voz baja ultimaba detalles con la mujer, tuve la extraña sensación, mirando de vez en vez a Edgar cuya cara de asombro, supongo, era igual a la mía, de que en el interior de aquellos troncos, entre las gruesas y retorcidas ramas que no les habían sido cortadas antes de meterlos, vivían animales, ardillas, insectos y pájaros, los mismos animales que en el exterior, pero todos ellos en igual estado que los troncos secos y pelados, momificados, mutilados, con tan sólo un frío y escuálido aliento vital que los animaba; tuve la impresión de que estaban ocultos, y que en cuanto se hubieran acostumbrado a nuestra presencia volverían a salir, para chirriar y cantar por el interior de aquella habitación, iluminada por la luz mortecina de unos veladores.
Incluso llegué a imaginarlos, casi los pude ver moviéndose ligeramente, como sombras, con las cuencas de los ojos vacías, muertos de vida y descoloridos. El silencio imperante era una especie de sombra fantasmal de sus cantos. Antonio terminó de hablar con la mujer. Ambos asintieron con la cabeza.
-Nos quedamos -dijo-, tráiganse sus cosas.Emprendimos el camino hacia otras habitaciones de la casa. Luego de atravesar otra puerta, fuimos a dar a la oscuridad absoluta, pues ya la lámpara había sido apagada y la vela de la mujer se había quedado en la sala de los árboles. Yo cargaba de nuevo mi mochila en la espalda, caminando con los brazos extendidos como un sonámbulo. Avanzamos por un largo pasillo, luego entramos a un cuarto, también a oscuras, una nueva puerta y otra habitación, subimos unas escaleras de madera, dimos vuelta, otro pasillo y entramos a una nueva habitación, ésta sí iluminada, de nuevo con un velador.
-Esperen aquí -dijo la mujer, ahora en perfecto castellano.Caminó hasta un extremo del cuarto, se agachó, tomó algo del suelo y jaló de él. Yo no había visto de qué se trataba, al principio sólo pude darme cuenta de que era algo grande y pesado, dados los visibles esfuerzos que nuestra anfitriona hacía. Era otra puerta, ahora en el piso.
-Vengan -dijo, tomó una veladora encendida y comenzó a bajar por el boquete abierto.La seguimos los tres por una escalera de madera, no muy alta, tal vez de unos tres metros, que se retorcía sobre sí misma, como las escaleras llamadas de caracol, pero mucho más tosca y enclenque. El cuarto al que llegamos estaba también a oscuras y no tenía más muebles que un colchón viejo arrumbado en una esquina.
La mujer siguió su camino; abrió otra puerta en el suelo y volvió a bajar; la seguimos por otra escalera similar y llegamos a otro cuarto muy parecido al anterior; con la misma planta irregular que los dos superiores, el mismo piso de madera y también una puerta en el suelo. Esta habitación no tenía ni siquiera un colchón, de tal manera que tuvimos que acomodarnos en el piso. Nuestra anfitriona nos dejó la veladora y antes de irse recomendó: "Nomás no vayan a salirse por puerta, ¿eh, Toñito?"
No se refería a ninguna de las puertas horizontales, sino a una normal, vertical, que apenas se dibujaba en una de las paredes por la poca luz que nos iluminaba. Antonio nos hizo saber que al día siguiente nos internaríamos en la sierra para visitar a su maestro, de manera que debíamos descansar lo mejor posible. Sin mayores ceremonias y sin probar alimento, sólo unos sorbos de agua, nos acostamos a dormir.
Cuando desperté, la mañana ya estaba bastante avanzada; los rayos del sol entraban por una pequeña ventana abierta muy alto en una pared diferente a aquella en la que estaba la puerta prohibida por la mujer. Abrí los ojos y permanecí acostado un rato, sin pensar en nada, simplemente observando lo que ocurría: cerca de la puerta vertical, Antonio, sentado con las piernas cruzadas y a quien yo veía de costado, manipulaba quién sabe qué con mucho cuidado a la altura del suelo. Edgar no estaba ya en su bolsa de dormir, ni se le veía por ninguna parte.
Un ligero polvillo flotaba por la habitación permaneciendo invisible, pero cuando en su flotar sin sentido llegaba a interponerse al haz de luz de la ventanilla, adquiría de pronto existencia, se encendía con fulgores metálicos.
Antes de que tomara la decisión de incorporarme se levantó la puerta del piso, de donde emergió Edgar sonriente.
-¿Qué lugar! -dijo, mientras volvía a cerrar la puerta-. ¿Todavía hay dos pisos más para llegar al baño! ¡Sólo faltan aquí unas pinturas para estar como en Altamira!, ¿no? -se quedó parado, esperando sonriente alguna respuesta.Antonio se puso de pie, cargando algo entre las manos. Volteó a verme y me dijo algo así como "Ah, ya despertaste..." o "ya era hora". Edgar subió los hombros y se fue a sentar sobre su bolso de dormir.
Antonio se sacudió el pantalón y abrió la puerta vertical, junto a la que se encontraba. Detrás de ella había nada, es decir no había una habitación, ni una pared ni otra puerta... sólo el cielo, profundamente azul.
Al instante me puse de pie para asomarme por aquella puerta tan fuera de lo común. Volteé a mirar a Edgar, que sonreía ante mi actitud, como si me hubiera contado un chiste.
Nos encontrábamos en una casa pegada a la pared del desfiladero, y por eso sus habitaciones se encontraban una sobre otra. Pero ¿Qué hacía ahí, viendo el vacío, una puerta? Hasta hoy lo ignoro. Desde ella podía verse una buena parte de la sierra verde y serenamente grandiosa. Hacia abajo se adivinaba la ruta serpenteante de un río.
-¿Dónde estamos? -pregunté a mis amigos, inclusive asustado.
-En el cielo -sentenció edgar-, el camión en el que veníamos se desbarrancó y nos morimos, ¿Qué, no te diste cuenta?
-En la puerta del cielo -rectiificó Antonio, al tiempo que extendía hacia mí las manos, entre las que acunaba una buena cantidad de hongos grisazulados, los cuales había estado limpiando cuando yo desperté-, en la puerta del cielo y estamos vivos, bien vivos -volvió a decir- ¿Quieres traspasarla? Come un honguito.Ya tenía hambre, pues desde la noche de nuestra partida, por indicación de Antonio, no habíamos comido nada; pero los hongos no eran una comida propiamente dicha, además la sorpresa de encontrarme en aquel lugar me había producido un poco de náuseas, de tal manera que denegué la invitación.
Antonio mismo se llevó un hongo a la boca y comenzó a masticarlo, fue hasta donde se encontraba Edgar, le ofreció y éste también comenzó a comer. Yo lancé una última mirada al vacío, tuve intenciones de santiguarme, pero no lo hice, fui a sentarme cerca de ellos y tomé, del manojo que ya Antonio había colocado sobre el suelo, un hongo mediano, que sin más me llevé a la boca.
Comimos uno tras otro de aquello s hongos azulosos, mientras Antonio explicaba que iríamos a la montaña a buscar a Don José, el chamán, y que "los niños" nos guiarían. Tiempo después entendí que con aquella expresión se estaba refiriendo a los hongos, o tal vez a los espíritus buenos que la ingestión de los hongos permite ver.
Los tres estábamos sentados a la mitad de la habitación, Antonio de espaldas a la puerta que daba al vacío, Edgar de lado y yo de frente. Mientras los ingeríamos -en total unos seis o siete cada uno-, y al tiempo que Antonio seguía con sus indicaciones, una nube apareció por la puerta, primero se asomó y después poco a poco se fue introduciendo, como habiendo comprobado que ahí no correría peligro. Penetró lentamente, densa y con muchísimo cuidado, como para no lastimarse.
Yo la vi desde el principio; no dije nada pero la sorpresa que de seguro reflejó mi rostro hizo que mis amigos voltearan. Edgar permaneció mirándola, callado e inmóvil, Antonio fue a sentarse a mi lado, aunque no muy cerca, para contemplar mejor la maravilla. Nadie hizo un sólo comentario, inclusive Antonio guardó silencio. La nube entró husmeó por acá y por allá, rozó mi rostro con su mano fría, envolvió por un segundo a mis amigos y luego salió, tan lenta y delicadamente como había entrado.
Cuando terminamos, Antonio se incorporó y dijo:
-Prepárense, que ya nos vamos. No vayan a salirse ¿eh? -y señaló al vacío con un movimiento de cabeza-. Vengo en un momento.
Subió por las escaleras, abrió la puerta del techo y desapareció. Edgar también se puso de pie, dijo que iría al baño y salió por la puerta del piso. Yo me quedé sentado con el sabor de los hongos punzándome en la lengua y sin ninguna sensación extraña en absoluto, tal vez solamente que el hambre había desaparecido.
Me tiré de espaldas, con la vista fija en el haz luminoso que entraba por la ventanilla, esperando su regreso y a sentir los efectos del "honguito", como lo había llamado Antonio.
Nada sucedió... Pasó el tiempo y yo seguía ahí, solo sin hablar y sin nada claro en la mente; observando las partículas del polvo revolverse en el tubo de luz, primero lenta y armónicamente, pero tomando fuerza poco a poco, formando pequeños remolinos y figuras, luego revolviéndose artificiosamente y por fin derramándose como en una cascada.
El tiempo seguía pasando y ninguno de mis compañeros regresaba; comencé a creer que me quedaría ahí todo el día, todos los días del mundo, inclusive que la muerte misma no llegaría por mí nunca y que permanecería para siempre mirando caer aquella cascada de polvo.
Llegué a escuchar que el torrente luminoso, cuando iba a estrellarse contra el piso, sonaba como un pequeño río de pequeñísimas piedras preciosas. Me incorporé hasta quedar sentado para echar una ojeada por la puerta: el cielo había cambiado de color, ahora era amarillo, un amarillo intenso y simpático, tanto que me hizo reír. Volví a acostarme, porque me sentí incapaz de mantenerme sentado; no era precisamente por falta de fuerzas, sino que sentía que aquella era mi posición, en la cual debería permanecer.
Mucho tiempo después, me percaté de que el sonido, al principio atribuido al choque del chorro de polvo luminoso, en realidad tenía otro origen, pues éste no producía ruido alguno; en verdad se trataba del sonido que producían las paredes, pues ellas también estaban compuestas de una materia líquida y oscura que caía en cascada. Las paredes eran líquidas; me encontraba en un acantilado, frente a la nada amarilla dentro de una gran cascada en la cual había un número indeterminado de habitaciones, unas sobre otras, y sin embargo, no sentí miedo, no sentí nada.
Un aleteo repentino llamó mi atención, y volví a incorporarme. En el quicio de la puerta vi un gran Búho, parado solemnemente, mirándome con curiosidad; en el pico llevaba un pequeño ratón, casi partido en dos, pude experimentar el tremendo dolor que aquella bestiecilla debió haber sentido cuando su captor lo hirió, y a pesar de ello no tuve para el Búho ni odio ni cualquier otro tipo de rencor, pues entendí que aquellas eran las reglas, y así debían suceder las cosas.
El Búho permaneció mirándome un momento, luego colocó su presa en el piso y comenzó a caminar hacia mí; yo no podía creerlo, simplemente lo vi venir, en espera, eso sí, de un gran acontecimiento. Cuando el animal pasó por la zona donde la luz de la ventana se proyectaba, adquirió características nuevas: originalmente su plumaje era gris y amarillento, pero cuando la luz lo iluminó se volvió tremendamente blanco, con tonos azules, además de que sus plumas comenzaron a lanzar brillos repentinos, como si se hubieran hecho de cristal; entonces pude escuchar claramente sus garras, ahora metálicas, golpeando contra el piso, aunque el sonido de las paredes fluyendo densamente en cascada no disminuyó sino que por el contrario, aumentó su fuerza. Se me acercó casi con curiosidad científica, como un doctor revisando a un paciente con una enfermedad extraña. Yo ya había olvidado que tenían que llegar por mí.
Cuando llegó a mi lado, aquel Búho magnífico con plumaje de cristal, se me quedó mirando con sus ojos tan amarillos y profundos como el cielo más allá de la puerta, y sonrió; no sé cómo decirlo, entiendo que un ave no puede sonreír, pues su pico es rígido, pero este Búho sonrió hasta humanamente, con un gesto comprensivo, luego extendió las magníficas alas y comenzó a batirlas; estas crecieron y crecieron, hasta llegar a tocar las paredes y el techo y a ocupar toda la habitación, toda, apretándome, impidiéndome respirar. Quise lanzar un grito pero el ahogo que experimentaba me lo impidió.
Cerré los ojos en medio de la desesperación, quise mover el cuerpo pero me resultó imposible. Sin desearlo bien a bien los abrí y pude respirar perfectamente: Antonio me tomaba de los hombros y el Búho ya no se veía por ninguna parte. En realidad, debo decir que experimenté la presencia de Antonio como si él se encontrara en una colina y yo en otra, muy distantes entre sí, como si en efecto estuviera allí, pero a la vez muy pero muy lejos. Me dijo algunas palabras pero no las entendí.
De pronto en mi campo visual apareció Edgar, muy diferente: es difícil explicarlo... parecía tener varios cuerpos a la vez. parecía encerrar dentro de sí tanta vida que un solo cuerpo le resultaba insuficiente. No sé cómo poner en claro lo que ví, parecía uno de esos dibujos que se utilizan en los test psicológicos, el cual si se observa de determinada manera, puede adivinarse una figura, que cambia si se observa de otra; la única diferencia es que yo veía todas las diversas posibilidades a un mismo tiempo: había conviviendo en él animales, plantas y hombres, muchas clases de hombres. Con Antonio no pasaba lo mismo, seguía igual.
-El ha decidido que te quedes -dijo Antonio, y esto sí lo entendí, como una voz lejana y ronca en una caverna, llena de ecos y de miles de significados.
-Toma, Antonio- siguió hablando con la misma voz, al tiempo que me extendía un extraño objeto-, no vayas a perder esto. Te va a cuidar.
Se trataba de una especie de amuleto; era la cabeza disecada de un pequeño animal, algo así como una Sarihueya; cuando lo tomé entre mis manos, pude sentirlo cálido y protector. Mis dos amigos siguieron hablando pero ya no comprendí nada más. Tomaron algunas cosas y se fueron, dejando las puertas horizontales cerradas, pero la vertical abierta, abierta al vacío.
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