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4.13.2009

OREJA

Por Roberto Daniel León



OREJA… 

Con buena vista se busca para neutralizar accionar de lengua veloz. 


No hace mucho tiempo, densa polvareda levantó un comentario de Carmen Argibay (Ministra de la Suprema Corte), al referirse a esta sociedad como esquizofrénica. Dado que la palabreja describe un síntoma que pocos reconocen, pero que la mayoría huele peligroso, todo el mundo (léase los medios masivos de comunicación), se mandó a guardar pasado el estupor inicial. No se hable más del asunto, pareció ser la consigna no escrita. La declaración resultó todo un incómodo dedo en el culo, de modo tal que nadie se siguió moviendo después de la primera impresión: no vaya a ser que profundice o haya más dedos.

Susana “Sinpecado” Giménez lanzó la primera piedra: el que mata debe morir. Uno, que también tiene su corazoncito, claro, acostumbrado a volar más alto que los alambrados porque sabe que son peligrosos, inmediatamente imagina, casi seducido por la idea: a los que matan de hambre, a los que matan con la especulación, a los que matan por dinero, por poder o no poder, a los que matan los sueños, la libertad, la justicia, el amor…Bueno, en este caso no; en este caso es a los que matan a los floristas. Tanta sensibilidad por la belleza (y no es ironía) tirada a la basura mediante la simple y torpe eliminación de un cuerpo. ¿Cuántas sensibilidades por el arte, la belleza, la libertad, la justicia y el conocimiento, fueron masacradas antes por similar método? La diva, que se las ha ingeniado para que la ignorancia resulte simpática, parece que al igual que el “ingeniero” y muchos miles similares, acaban de llegar de Andrómeda, donde aún no hay señal de cable y por lo tanto, no sólo no estaban enterados, sino que además no tienen nada que ver con los horrores que ocurren en este país (en el exterior no se consiguen, excepto en la temible Cuba).

Como “todos” somos “nadie”, entonces hay que encontrar a uno que pague por todos; uno que tenga nombre y apellido, que sea fácil de identificar y, sobre todo, vulnerable. La brillante idea –que ya se le ocurrió al dios de la Biblia con su supuesto hijo- sigue vigente: ahora son nuestros hijos, es decir los jóvenes. Claro que eso no se puede confesar tan crudamente, así que hay que disfrazarlo un poco y desviar la atención de la conciencia. La droga! Ahí está! Ese es el monstruo que se devora en forma oral, aspirante o inyectable, nuestro futuro… no! Mejor poné “seguridad”! Eso, nuestra seguridad! La droga es la culpable. Tiene vida propia, llovió de los cielos… no, de los cielos no puede ser, porque tendría que ser buena; apareció del infierno! Eso! Nosotros no tuvimos nada que ver con construir porquerías ilegales. Solo legales; dentro de la ley, todo. ¿Cómo hace la droga para apoderarse de nuestros hijos, poniéndolos en situación de ser sacrificados, por el bien de nuestra seguridad eterna en el country prometido? ¿Tiene ese monstruo vida propia? ¿Acaso es alienígena? ¿Por qué no todos los jóvenes consumen estupefacientes? ¿Por qué no todos los que consumen son violentos? ¿Acaso no tiene el mismo efecto en todos? ¿Por qué no hacerle lugar a la-s pregunta-s?

La precariedad intelectual que nos dejaron los milicos, encaramada a diversos estratos del poder, no solo no logra sino que no permite ver mas allá de las formas externas y, por las dudas que haya que hacerse cargo de algo, prefieren atacar sólo lo que se ve. De este modo, como dice Dolina, le apuntan al cura pero le pegan al campanario, perpetuando el mismo fracaso con idéntico método.

Para el control de plagas, la biología moderna incorpora el concepto de llegar a la gestación de la misma, evitando matar a los bichos que están a la vista y usándolos como emisarios portadores de algún tipo de inhibidor de la reproducción. El producto llevado a la madriguera, detiene la gestación de más plaga. Obviamente los biólogos no se nutren de los medios de comunicación masiva y tampoco ocupan sitios de decisión en los ámbitos gubernamentales ni eclesiásticos. Es menester abundar, en función de la comparación y en virtud del ejemplo utilizado, que para los seres humanos, el inhibidor no sería biológico sino educativo, ético, cultural, intelectual.

Llevamos ya muchos años de estímulo a las emociones y nula nutrición de la cabeza. Los “sentidos” cobran fuerza, mientras el raciocinio se debilita por ausencia de la palabra formadora. Un porcentaje cada vez mayor de la sociedad moderna deja de tener hijos y solo paren crías, posicionándonos cada vez más cerca del primigenio animal. Ya casi no se escucha a los niños y la charla formativa de actitudes es reemplazada por: “no molestes”, “andá a ver la tele”, “andá a jugar con la compu” (jugar con la compu, en casa o en el cyber, es “jugar” a matar sin consecuencias; matar sobre todo al diferente, cuanto mejor si negro o musulmán, pero sobre todo, desarrollar placer por la muerte del otro).

Toda esta barbarie no puede tener mejores consecuencias que las que están a la vista. Hacerle abundantemente la cabeza a una persona en formación o sin ella, para que consuma innumerables productos que le darían un status preferencial, convirtiéndolo en alguien valioso y aceptado, mientras que a la vez se los excluye, negándoles los medios de acceso al tan promovido objeto, no puede menos que contribuir eficazmente a, por lo menos, la rotura de una vidriera.

Que las personas adineradas eludan tan fácilmente el accionar del sistema legal (mal llamado justicia), mientras que las cárceles se llenan de pobres de toda pobreza, no puede menos que multiplicar reacción violenta.

Burlarse de los sueños hasta matarlos, no puede menos que dejar vacíos de toda vida interior a aquellos que necesitarán de abundante estímulo externo para no morir de hastío, seres a los cuales luego querremos matar porque “no tienen remedio” y porque “nacieron así”. La hipocresía es carísima. Genera un alud de previsibles consecuencias, salvo para quienes se niegan a enterarse de su participación en los hechos.

La destrucción de la palabra, de las utopías, de los valores éticos, reemplazándolos por viles y efímeros objetos concretos, pondrá afuera del individuo lo que debería pasar por su interior. Poner afuera es no hacerse cargo, es culpar siempre a otro y deteriorarse gradualmente como persona, conduciéndonos a un progresivo descenso de la calidad humana. La calidad humana se construye, nadie viene hecho, mal que les pese a los místicos creyentes. Ahora quieren regresar al lugar del que a duras penas intentamos salir, pero no nos engañemos: Susana y los “susanos”, no quieren regresar –por ejemplo- a la “colimba” (no tienen puta idea de lo que realmente era esa bazofia), quieren que regresen los otros; esos “otros” que tienen la culpa de todo. La pena de muerte es la solución maravillosa, excepto, claro, que me la quieran aplicar a mí. Y todo eso sin contar con que el criterio y la aplicación de “justicia” actuales, mataría inocentes y seguiría liberando culpables por doquier.

Una sociedad cuya bandera y símbolo supremo de desarrollo es el autito, o el aire acondicionado, no puede pretender lidiar tan fácilmente con conceptos éticos y filosóficos como la vida, la muerte, la libertad o la justicia. No sin antes detener la lengua, agudizar el oído para escuchar y aprender, la vista para observar y leer, el olfato para detectar carne podrida o quemada y el tacto para acariciar en vez de golpear, sin olvidar la otra acepción del término, que posibilitaría pensar lo que se dice, en vez de decir lo que se “piensa”.

Pena de muerte 

Muerte de pena 

Pena a la muerte 
Muerte a la pena. 


Diagramación & dg: Andrés Gustavo Fernández

5.22.2008

LA CONTAMINACIÓN MUNDIAL

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



Hay sectores que alertan sobre las consecuencias que traerá para el futuro del planeta la constante polución que provoca el hombre. Desde hace unos treinta años, más o menos, nacieron organizaciones ecologistas empeñadas en luchar por la preservación del medio ambiente. Formaron partidos políticos (llamados en Europa “los verdes”) y lograron introducir en las Naciones Unidas su temario. Sus llamados no se interrumpen y, cada vez que sucede una catástrofe climática o un derrame de sustancias químicas, aprovechan para desplegar una estrategia que consiste en poner esos hechos como ejemplo de la devastación que se produce a cada minuto.


Esta labor empeñosa y no siempre entendida en su verdadero alcance benéfico derivó, entre otras cosas, en la firma de un tratado internacional que se bautizó con el nombre de la ciudad donde fue hecho: el Protocolo de Kyoto. En el texto, un numeroso grupo de naciones se comprometió a disminuir la emisión de gases tóxicos a la atmósfera, acción considerada un paso ínfimo, pero paso al fin, para amortiguar el efecto invernadero. Desde ya que varios de los principales emisores de elementos dañinos no suscribieron el pacto y no se molestaron en dar muchas explicaciones que justificaran las negativas. Una de las naciones más reacias a estampar la rúbrica fue Estados Unidos de Norteamérica, y su actitud resulta muy problemática, ya que emite a la atmósfera el treinta por ciento de las emanaciones que el mundo deja escapar. Sumado a otras naciones industrializadas que se negaron a aceptar el compromiso, el volumen de polución que seguirá estropeando el aire reduce el tratado a un gesto poco menos que inútil.

Sin embargo, hubo un aspecto muy útil en las deliberaciones, en los conciliábulos previos a la firma del tratado y en todas las reuniones que las Naciones Unidas continuaron realizando alrededor del tema: el esclarecimiento de cuáles son los verdaderos obstáculos que impiden un acuerdo unánime sobre algo que nos concierne a todos. Siempre que los miembros de organizaciones ecologistas investigaron los procesos de contaminación, se estrellaron con el muro de los grandes capitales, que no le dan importancia alguna a nada que no sea su propio crecimiento. Plantear la necesidad de freno al derrame de líquidos en ríos, de vapores nocivos, a la contaminación sonora, encuentra de parte de las empresas industriales un alerta por los posibles gastos que insumiría la colocación de mecanismos depuradores. Ni nos molestemos en imaginar la respuesta si se trata de una sugerencia más profunda, como la de repensar los sistemas productivos.

Desde la Revolución Industrial, el capitalismo funciona en base a la misma dinámica: crear objetos en series, de diferente grado y utilidad, para venderlos. Con ese fin se reencauzó la explotación de la clase obrera. La falla intrínseca del sistema se reveló a poco de andar: los millones de individuos esclavizados no podían, a su vez, acceder al consumo de los productos que velozmente fabricaban, y como la finalidad del capitalismo fue siempre el mantenimiento de una élite dominadora y el aumento de la masa proletaria, empezó a haber exceso de objetos producidos y falta de consumidores. En esa instancia, la plutocracia tuvo que aflojar algunos de sus postulados. Las convulsiones de 1848 en casi toda Europa, la Comuna de París, las revoluciones Rusa, Mejicana, China y Cubana, por mencionar algunos hechos de los siglos XIX y XX, fueron encendiendo alertas que significaron una mejora en las condiciones de los trabajadores por parte de los capitalistas; éstos se dieron cuenta de que así, amén de prevenir rebeliones, también podían obtener consumidores entre los explotados. Más tarde, el crecimiento de la tecnología le dio a los grandes propietarios del dinero y de los bienes otra ilusión: ya no tendrían que depender de la masa proletaria en los mecanismos productivos; las máquinas reemplazaron a los obreros. Sin embargo, los hombres y mujeres echados del sistema fueron componiendo un sector nuevo: los desocupados, una multitud que tampoco podía ser consumidora de nada, a pesar de que su condición la volvía muy dócil a cualquier propuesta laboral, por humillante que fuera. En la Argentina, por ejemplo, alrededor de diez millones de personas quedaron al margen de las estructuras laborales y sociales en la siniestra década de los noventa. Los pregoneros del neoliberalismo sostuvieron que eso era lo correcto y, pateando futbolísticamente la cuestión hacia delante, dijeron que los desocupados irían incorporándose poco a poco, a medida que el sistema encontrara sus inevitables reacomodamientos. El derrumbe de 2001 dejó en claro el disparate de esa filosofía. La realidad le quitó al capitalismo la validez del cómo.

Ahora, la contaminación mundial le plantea una última sentencia al capitalismo: le quita el para qué. Y esto proviene de su misma idiosincrasia. Un mundo que exhibe dudas enormes en cuanto a la supervivencia de la humanidad es un mundo que comienza a perder sentido; pero, por primera vez en la historia, comienza a perder sentido para todos. La burguesía que gobernó el planeta desde la Revolución Francesa, pudo en todo ese tiempo manejar el destino de gran parte de los habitantes del globo, condenarlos a la miseria y la muerte, sin que su futuro como clase tuviera un final visible. Ahora, una eventual catástrofe ecológica dibuja el corte cierto del camino: ya no habrá nadie libre de las consecuencias.

La actitud de los grandes centros económicos es la peor: ignorar las advertencias y ponerse en contra de las medidas preventivas. Sigue la tala de bosques, el agotamiento de las tierras por laboreo indebido, el envenenamiento de las capas freáticas por los herbicidas, el exterminio de especies animales que cumplen fines equilibrantes. Tal vez su criterio es el único que pueden tener. Una maquinaria que funciona automáticamente en procura de riquezas no conoce el margen de libertad y de imaginación como para pensar otra cosa.. Lo llamativo es que durante siglos los grandes capitalistas se jactaron de ser prácticos, de no perder el tiempo en lirismos inútiles, y en este momento demuestran ser ciegos ante una eventualidad más que previsible.

En algún momento de los años venideros, la humanidad en su conjunto se preguntará con desesperación si no será hora de modificar drásticamente los sistemas que la rigen. Ya no la conducirán a esas reflexiones los ideales filosóficos, políticos o humanísticos que sembraron en otras épocas el ansia de cambio en muchos hombres; será pura y simplemente el instinto de conservación.




Ilustración: Ernst Fucks
Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández