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6.10.2011

EL HOMBRE, EL CLIMA Y LOS DESASTRES


Por Juan José Oppizzi


Cuando una granizada, un huracán o una inundación se precipita sobre las viviendas y los elementos que le sirven para existir al hombre, esos hechos adquieren la categoría de “desastre”. Tales “desastres” son catalogados como “naturales” para diferenciarlos de los que el hombre desencadena, como las guerras, las persecuciones, las limpiezas étnicas o las contaminaciones del medio ambiente. El conocimiento actual tiende a achicar las diferencias entre el concepto de desastre natural y el de desastre provocado, en virtud de que respecto de los primeros ha surgido una certeza: el grado de responsabilidad humana. 

Ya está suficientemente proclamado el efecto de la mano del hombre sobre el cambio climático. Y vale la pena subrayar que también la idea del cambio climático está siendo manejada en forma alevosa, y la mayoría de la gente repite argumentos que están más cargados con el viejísimo tinte apocalíptico de los predicadores efectistas que con los análisis claros de una realidad concreta. Alguna vez debería hacerse un estudio sobre el gran negocio mediático que le implica a numerosos charlatanes el hablar disparates y fabricar teorías absurdas, aparte de la confusión que desparraman. Pero aquí me interesa apuntar, más que nada, ángulos poco frecuentados del problema. Por ejemplo, algunos datos de la historia de nuestra Pampa.

En la actualidad, la Pampa suele dividirse en Húmeda y Seca. La Húmeda es la del este, más o menos desde la línea fronteriza entre las provincias de Buenos Aires y La Pampa, hasta el Río de la Plata y el Océano Atlántico. La Seca es la ubicada al oeste de esa línea, es decir la que coincide más o menos con el territorio de la provincia de La Pampa. Hace doscientos años, no había pampas húmedas o secas; toda la región era predominantemente seca. Había unos pocos grandes cursos de agua –el río Salado del sur, el Arrecifes, el Vallimanca, el Quequén, el Sauce Grande, dichos con sus actuales nombres– y los que hoy revisten el carácter de arroyos respetables eran apenas cañadones intermitentes. Las lagunas eran mucho menos abundantes. Los aborígenes apreciaban las zonas húmedas, dado que las estaciones de calor reducían las posibilidades de aprovisionarse de agua potable. Sus asentamientos eran en terrenos que quedaban a salvo de aluviones (aunque las lluvias solían ser más espaciadas que ahora). Cuando los colonizadores europeos invadieron por completo las tierras de esta zona, en la segunda mitad del siglo XIX comenzó el primer gran cambio ecológico: la forestación. Excepto el ombú, una hierba gigante, en toda la Pampa no existían vegetales que pudieran dar la misma sombra. Desde 1850, llegaron árboles ajenos al medio: higuerillas, acacias, sauces, paraísos, eucaliptos, álamos, cipreses, pinos, cedros, abetos, araucarias, ligustros; sin contar los frutales: naranjos, mandarinos, limoneros, manzanos, olivos, durazneros, ciruelos, nogales, castaños. El efecto de la población arbórea fue casi inmediato: el aumento de la sombra disminuyó la evaporación del agua; la cuota multiplicada de oxígeno cambió la composición del aire; el tejido de raíces modificó la manera de absorber y recuperar los líquidos en los suelos.

Después llegó el otro gran cambio: la explotación intensiva de la ganadería. Enormes masas de animales ovinos y vacunos se distribuyeron por extensiones que antes habían visto discurrir el ciclo de sus pastizales en forma lenta. El consumo rápido de hierbas obligó a la tierra a una renovación igualmente acelerada, con la añadidura del abono animal.

A esa altura, la humedad ambiente empezó a crecer, las lluvias se hicieron más frecuentes, los vientos llenos de polvo de otrora comenzaron a transportar mayor cantidad de nubes, se hizo habitual un fenómeno que solía visitar la región muy de vez en cuando: la niebla. Los ríos se fortalecieron; las lagunas mantuvieron sus caudales todo el año; los cañadones dibujaron arroyos persistentes.

Y entonces llegó el mayor de los factores de cambio: la explotación agrícola. Por primera vez se araron miles de hectáreas; se sembró maíz, trigo, girasol, lino. Los campos se vieron tapizados por nuevos vegetales no graníferos: el cardo de Rusia, el sorgo de Alepo, la alfalfa y más recientemente la celebérrima soja. Algunos, dañinos; otros, complementarios de las siembras y de los abonos, y otros, ambas cosas. El régimen de absorción de agua se alteró; surgió pronto un fenómeno que, de insignificante, pasó a ser importante: la erosión.

Tantas modificaciones fueron acompañadas del poblamiento humano. Se formaron parajes, villorrios, ciudades. Se trazaron caminos, se construyeron puentes. Vino el ferrocarril. Los caminos y las vías férreas se hicieron sobre terraplenes. Se construyeron diques y represas, que formaron inmensos espejos de agua, a su vez fuente de ciclos ampliados de condensación y evaporación.

Aquí voy a exponer una teoría que puede sonar extraña, ya que contradice las afirmaciones masivas habituales: hasta ahora, las modificaciones realizadas por el hombre sobre su medio ambiente han ido más rápido que los cambios palpables de éste. Pero, justamente, ése es el problema principal. Las granizadas, los huracanes, las lluvias, no son muy diferentes de lo que eran hace doscientos años, aunque algo hayan variado; sólo que ahora inciden sobre una estructura que en aquel entonces no existía. Una granizada de 1800 en esta región podía afectar a los animales autóctonos y a los centros poblados indígenas (mejor preparados que muchas de nuestras modernas construcciones); un huracán quizá a lo sumo rompía algunos ombúes; el desborde de un río no era algo digno de mención para los habitantes primitivos de la Pampa, salvo por impedirles el paso al otro lado en algunos días. Los fenómenos climáticos –pese a lo que digan exaltados sabihondos– no son más intensos ahora que en el pasado. Hasta podría citar la novela Los hijos de capitán Grant, de Julio Verne (hombre bien informado, si los hubo), en la que se menciona una pedrada ocurrida hacia 1830 en Guaminí (recordemos que parte de dicha novela se desarrolla en esos lugares), oportunidad en que murieron ñandúes, liebres, peludos y zorros. Imaginemos el escándalo que harían los gritones mediáticos de hoy si sucediera algo como eso arriba de nuestras modernas cabezas y de las de nuestras refinadas mascotas. Asimismo, un argumento puramente físico desmiente que los vientos de la actualidad sean peores que los de aquellos años: la cantidad de árboles que hay a lo ancho de la Pampa le pone obstáculos a la marcha de las masas de aire inferiores.

Una granizada actual encuentra millones de techos, de vehículos y de árboles frutales donde caer. Un huracán se apoya en millones de construcciones y puede hacer volar millones de objetos. Un desborde de río puede tapar millones de viviendas ribereñas, arrastrar miles de puentes y romper cientos de diques. Aun si esos fenómenos tuviesen la mitad del volumen que tenían en épocas remotas, igualmente harían miles de veces más daño, a causa de todas las cosas que hay expuestas a dañarse. El desarrollo de muchísimas recientes obras como carreteras, barrios nuevos de ciudades, elevación de terrenos, modalidad de laboreo de los campos, canalizaciones para el drenaje de diversas fuentes de agua temporarias y permanentes, etc., no siempre –o mejor dicho casi nunca– fue contemplado en línea con estudios de hidráulica, de topología o de antecedentes geográficos. Simplemente se realizaron de acuerdo con criterios momentáneos (cuando no oportunistas) e individuales, es decir no en función de la pertenencia a la comunidad. Entonces cuando parte de una ciudad queda arrasada, porque las viviendas de los planes sociales no fueron construidas previendo la eventual fuerza de los vientos, porque se rellenó absurdamente el lecho de una cañada, porque no se revisó la profundidad y características de las napas subterráneas o porque se creyó que el pacífico río cercano seguiría en el mismo nivel de crecidas aun cuando se le vuelca el triple de escurrimientos que diez años antes, entonces la rapidísima solución argumental es la del “inexplicable comportamiento del clima”, la de las lluvias “inéditas”, los vientos “nunca vistos”, las crecientes “inesperadas y más grandes de la historia”...

Una de las incógnitas con las que nos hallamos en cuanto accedemos a la indagación del cambio climático es hasta qué punto es un cambio y hasta qué punto el hombre cambió los elementos sobre los que el clima actúa. Si no logramos establecer con exactitud una y otra cosa, las soluciones que se puedan aplicar serán parciales. Tal vez los efectos del dichoso cambio aún no sean tan palpables; quizá cuando lo sean no puedan revertirse. 





5.13.2011

POST ERNESTO SABATO


Por Juan José Oppizzi


En el estreno de Mayo de 2011, días antes de cumplir cien años, se fue su cuerpo. La lucidez, como suele ocurrir en estos longevos casos, lo había abandonado algún tiempo antes. En muchas notas aparecidas ahora, se dijo que deja un vacío imposible de llenar. Yo no lo creo así. Lo que Ernesto Sabato fue ya es; no hay nada que, en su espacio literario e intelectual, se vacíe. Obra y trayectoria se cumplieron a lo extremadamente largo de su vida. Obra y trayectoria están presentes en el testimonio propio y en el de cuantos lo conocieron o supieron de él. La ausencia de su persona física no altera la presencia definitiva de su persona histórica.

Su obra literaria está hecha principalmente de ensayos sobre diversos temas y de tres novelas. Mi parecer le adjudica dos momentos creativos: el que va desde 1945, cuando publica ese grupo de magníficos trabajos breves reunidos en el título general de “Uno y el universo”, hasta 1965, cuando da a la imprenta El escritor y sus fantasmas, y el que va desde 1974, cuando se conoce la novela Abaddon el exterminador, hasta el cierre de su obra. En el primer período nacieron dos de las novelas, El túnel y Sobre héroes y tumbas. Ambas son la cumbre de su edificio literario; jamás hubo de igualar la profundidad y amenidad con que ahí se exploran zonas oscuras del ser individual y de la Argentina, respectivamente. El túnel es lacónica, de las llamadas “nouvelles” en la jerga clasificadora de los franceses; no se puede ignorar en ella cierta influencia precisamente del escritor galo Albert Camus, en especial de su novela El extranjero, pero tiene un vigoroso sello propio que la vuelve única. 


Sobre héroes y tumbas dibuja lo que otros escritores argentinos han pretendido sin éxito: la epopeya del país. Yuxtapone tiempos y personajes, une historias individuales con la historia nacional, cava en las almas y en los sueños, debate períodos e ideas. Es un libro para lectura recurrente, no un volumen que se agota por la simple conclusión de sus líneas. En el segundo período nació la última de las novelas sabateanas, Abaddon el exterminador, un desalentador refrito de las dos anteriores, construida mediante una técnica minimalista que se llamó “en abismo”: infinidad de trozos pequeños que nunca parecen decir nada completo; de hecho, lo que esa obra quiere decir ya está más que bien expresado en las otras; tiene la patética marca del sobrante. Lo mismo pasa con los ensayos de este segundo período creativo de Sabato: Apologías y rechazos, de 1979, vuelve sobre muchos temas que ya están expuestos, incluso con iguales figuras idiomáticas, en Hombres y Engranajes, Heterodoxia y El escritor y sus fantasmas (y el opúsculo El otro rostro del peronismo, de circulación fugaz), del primer período. Idéntica reiteración se advierte en las melancólicas disquisiciones Antes del final y La resistencia, los dos últimos partos librescos de Sabato, con el agravante de que en ellas aflora cierta decadencia de estilo y un tono plañidero que le quitan el encanto de los primeros trabajos.

Sus obras de ficción tienen una atmósfera oscura. El Juan Pablo Castel, de El túnel es un neurótico crispado; el Fernando Vidal Olmos de Sobre héroes y tumbas, un perverso. No han faltado quienes vieran en ambos personajes sendos alter egos del autor, lo cual no sería absurdo, considerando que muchísimos personajes de todos los autores suelen ser alter egos más o menos disimulados. La cuestión aquí es que Juan Pablo Castel y Fernando Vidal Olmos concentran una índole alter egoística peligrosa: ¡No sería fácil estar cerca de alguien que tuviera un gran pedazo íntimo de esos dos monstruos! Tanto en los ensayos como en las novelas (y no olvidemos sus declaraciones periodísticas), Sabato supo intercalar una muletilla cruel: “¿quién no ha...?”, fórmula sinuosa para involucrar a todos los demás humanos en las fallas propias. “¿Quién no ha errado?”; “¿Quién no ha dicho tonterías?”. Lo difícil es aceptar con la misma tolerancia: “¿Quién no ha sido Juan Pablo Castel y Fernando Vidal Olmos?”. También hay una constante ominosa en las protagonistas femeninas de aquellas dos historias: María Iribarne es acosada y muerta por Juan Pablo Castel; Alejandra es sometida sexualmente por Fernando Vidal Olmos, su padre, hasta que ella lo asesina e incendia la casa, en donde también muere.

La obra ensayística de Sabato, construída en un estilo erudito, áspero, seco, se ocupa especialmente de tres cosas: explicar por qué él abandonó el Partido Comunista, la física y por qué la tecnología es culpable de la “deshumanización de la humanidad”. Excepto en Uno y el universo, que guarda un equilibrio tal vez nunca hallado luego, en el resto hay un visible propósito de mostrar aquellas decisiones y aquella conclusión como el vuelco hacia un humanismo idealista. Pero la fluidez sintáctica no basta para darles una coherencia global, porque caen en el mismo error de Dostoievsky y de Kierkegaard (dioses tutelares de Sabato): mediante razonamientos lógicos condenan a la razón y a la lógica. Al igual que a aquellos dos escritores del siglo XIX, a Sabato lo protege su innegable talento literario; entonces sus ataques al Renacimiento en nombre del Medioevo, sus reivindicaciones de San Agustín y de Pascal frente a Oscar Wilde y Gabriele D’Annunzio, su afirmación de que el advenimiento de la ciencia positiva en el siglo XII es una “Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado” (Del naturalismo a la máquina, introducción de Hombres y engranajes), su empequeñecimiento sofístico de Marx, entre otras muestras de una deriva intelectual hacia el conservadorismo filosófico, pasan por saludables rebeldías contra la sociedad moderna.

La “deshumanización de la humanidad” no es más que un postulado sabateano escurridizo. Uno puede fácilmente preguntarse cuándo fue “humana” la humanidad. Eso, si se toma el termino “humano” como adjetivo que define el respeto, la tolerancia y cuantas virtudes lo hacen calificativo, es decir como parece tomarlo Sabato. De lo contrario, también es sencillo advertir que todo lo humano es propio de la humanidad, aún aquello que consideremos contrario a su razón de ser. Por ejemplo, sería ridículo endilgarle a un perro una eventual desperrización, o a un árbol su inarbolidad. Pero Sabato parte de una idea que se trasluce ya al leer su postulado: si la humanidad está deshumanizada, quiere decir que en algún momento de la historia no lo estuvo. Entonces el problema se le presenta al definir cuál fue ese momento. Él lo sitúa en el lapso anterior al desarrollo de la ciencia. Ahí su fundamento cruje: cualquier estudio serio de los períodos históricos anteriores al desarrollo científico revela que la humanidad estaba oprimida por un espantoso conjunto de supersticiones, mitos y tabúes que se realimentaban y que jamás admitían divergencias. Una casta feudal y otra sacerdotal eran la garantía de continuidad de esa vasta noche. Miles de hombres y de mujeres fueron quemados por defender lo que le permitió siglos después a Sabato el desarrollo sus densas teorías (el pensamiento libre, la crítica, el debate, los métodos intelectuales, la complejidad del lenguaje, el haber vivido casi cien años en virtud también de los cuidados que brinda la medicina). Por otra parte, responsabilizar a la ciencia por la maldad humana es lo mismo que responsabilizar a un piano por las barbaridades interpretativas de un pianista: el criminal destruye tanto con un hacha de piedra como con un misil atómico; lo único que varía es el poder destructivo, no su índole moral o ética. Sin embargo, el autor de Sobre héroes y tumbas ha porfiado a lo largo de más medio siglo que la abstracción intelectual es la responsable de que el mundo haya ido virando hacia una frialdad desprovista de poesía y de sentimientos. No menos brío ha puesto en destacar los yerros de la ciencia y en agrandar hasta lo esperpéntico algunas ridiculeces de los científicos, como si eso descalificara absolutamente a la razón científica (¡Las muchas tonterías y vanidades de los artistas deberían desautorizar, entonces, al arte en su totalidad!).

La trayectoria de Sabato en la vida social argentina asimismo revela un alto componente ambiguo. Atribuirle una línea recta, nítida e incuestionable es tan erróneo como negarle sus virtudes. En especial desde la década de 1950, sus opiniones poblaron los medios de comunicación y pesaron en la generalidad. Un carácter áspero, una altanería innecesaria, lo hicieron difícil al trato, aunque sus análisis, referencias históricas e intervenciones siempre tuvieron el sello de la reflexión cuidadosa. Como a todos los hombres célebres, lo rodearon los mitos. Algunos de ellos lo beneficiaron: el Sabato desinteresado por las repercusiones de sus palabras; el Sabato generoso con todos sus colegas; el Sabato humorista; el Sabato vencido por los dolores del mundo; el Sabato humilde. Pero los mitos suelen arraigar en el espacio que hay entre el hombre público y el íntimo. La anchura de ese espacio nos informa cuánto de sincero hay en alguien. 

El autor de Sobre héroes y tumbas asumió el papel de humanista combativo; por lo tanto, le caben las generales de su propia ley; no es canallesco aplicarle la misma exigencia que él aplicó sobre las figuras, las conductas y las ideas viviseccionadas en sus obras. Sus dos más grandes apariciones en la escena nacional –al menos, las que repercutieron en la historia argentina reciente– se relacionan, y quizá no tienen un signo tan opuesto como parecen. Una fue la comida, allá en 1976, con el recién estrenado dictador Videla, en compañía de Borges y del cura Castellani. Mucho se dijo sobre ese acontecimiento, y el mismo Sabato peleó durante años por agregarle lo que nunca sabremos si fue o no cierto: reclamos al asesino por las atrocidades que se cometían. Las declaraciones que efectuó a la prensa al día siguiente dejan traslucir muy poco de lo que, según él, había sido un enérgico planteo; más bien se va por las ramas inocuas de algunas advertencias contra la “caza de brujas” y por algunas generalidades en donde la crítica frontal brilla por su ausencia. Aumenta las dudas cuando manifiesta su “sorpresa” ante la “amplitud democrática” exhibida por el letal anfitrión. 

En estos días post mortem del escritor, se argumentó que él en ese momento no sabía cuál era la catadura de quienes habían ocupado militarmente el país; y ése es un argumento muy flojo, habida cuenta del largo año que los uniformados ya ejercían poder y matanza por arriba de la figurita –poco– decorativa de María Estela Martínez, y del nivel informativo del propio Sabato. Además, la invitación de Videla formaba parte de una campaña para atraer a diferentes sectores de la sociedad –asociaciones civiles, culturales, profesionales, etc–, presentándoles un paquete doctrinario adecuado al sentir de la pequeña y de la gran burguesía. En un lamentable arranque de furia defensiva epistolar, Sabato diría años más tarde que la dictadura del Proceso asumió “con el consenso del país”; eso, además de ponerlo en un lugar dialécticamente incómodo, reflejó la predisposición fascista de grandes sectores nacionales, confirmando el dicho de Bertold Brecht sobre los burgueses asustados. 

La otra aparición sabateana en la gran escena argentina fue a través de la CONADEP. El informe Nunca más lo muestra en la cumbre de su actividad cívica. La expresión lóbrega de Sabato en el acto de entrega de las carpetas al Presidente Raúl Alfonsín era la correspondiente al asunto que concretaba en testimonios y cifras el horror de una época. La introducción al listado de personas borradas por la dictadura concretó a su vez una teoría muy famosa: la de los dos demonios. La vacilante democracia de 1983 rengueaba, no tanto por las aún fuertes garras de los militares al acecho como por la conciencia pringosa de tantísimos hombres y mujeres reubicados (¿O reciclados?) en el nuevo período constitucional. La teoría de los dos demonios tenía las propiedades de un agua óptima para lavar legiones de manos y de premio consuelo para varios cientos de botas nerviosas. Leía la historia reciente del país como un enfrentamiento entre dos diabólicas facciones; mejor dicho: como la irrupción de un demonio izquierdo frente al cual accionó desmesuradamente un demonio derecho. Le cupo a Sabato, con la pericia literaria obvia, darle forma convincente a dicha teoría. El problema de ella es que acepta implícitamente la tesis del Proceso en cuanto a que la represión fue una guerra, y, además, el orden de presentación de los demonios –el izquierdo antes que el derecho– induce a disminuir la culpabilidad del segundo, ya que se entiende que su entrada fue consecuencia de la del otro. 

Tal vez al autor de Sobre héroes y tumbas le costaba admitir que Estados Unidos había organizado, bajo la dirección del judío-nazi Henry Kissinger, un plan de exterminio de cualquier semilla revolucionaria en América Latina, y que el demonio derecho hacía varias décadas que trapisondeaba por estas regiones. En no pocos escritos, Sabato alude a la caída de Richard Nixon, tras el caso Watergate, como un ejemplo de cómo “el hombre más poderoso de la tierra podía ser destituido por la simple denuncia de dos ignotos periodistas”. A él le parecía un signo de democracia, de libertad, de dinámica superior. La interpretación sabateana del caso Watergate merece el título de cándida, sólo si pasamos por alto que su mente privilegiada no podía ignorar el panorama completo. Richard Nixon cayó en medio de las batallas de enormes centros de poder; la denuncia de los dos ignotos periodistas fue apenas la mecha que activó un cañonazo ya preparado. ¿Debemos suponer que el aporte de Sabato a la teoría de los dos demonios tuvo la misma especie de candidez?

Lo que en definitiva sedimenta, en un escritor del volumen de Ernesto Sabato, es su obra artística. El paso del tiempo irá dejando sólo eso. Él quedará en el gran friso de la literatura de habla castellana, y los lectores del futuro ponderarán de sus escritos aquello que tiene valores menos circunstanciales, aquello que se asoma a la eternidad.



4.23.2011

¡AY, MIRTHA!, ¿LO DIGO O NO LO DIGO?

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS


La actriz Mirtha Legrand o, con más propiedad, María Rosa Martínez Suárez, debe su trascendencia a un factor que tal vez nunca imaginó: un programa de televisión. Desde antes de 1970, Almorzando con Mirtha Legrand es una audición que pervive, con altos y bajos y con reiteradas –y jamás concretadas– amenazas de acabar. Ha visto las pantallas en blanco y negro, las de color y los actualísimos plasmas. Ha mostrado el rostro fresco de la diva, las primeras arrugas y las súbitas vueltas a la tersura con auxilio de finos bisturíes. Y la exhibe hoy con su (hay que reconocer) gallarda estampa de anciana elegante. De no haber existido esa ametralladora de inmediateces que es el televisor, de no haber vivido justo en la época del surgimiento de los canales de aire, tal vez Mirtha Legrand no hubiera pasado de ser una referencia en libros de historia del cine, y estaría apoltronada en algún lujoso piso del centro de Buenos Aires, masticando un larguísimo olvido. Pero, no; quisieron los hados (como dirían los antiguos para explicar lo inexplicable) que “Chiqui” fuera lo que es.

El debut de María Rosa se produjo en algunas películas compartidas con su hermana gemela, María Aurelia, conocida como Silvia Legrand. La novedad de contar con un par de chicas lindas, tan extremadamente parecidas, tapó gran parte de la mediocridad de muchos filmes y logró encubrir las escasas dotes de ambas para la actuación. (De paso, digamos que la fecha de estreno de la célebre Los martes orquídeas sirve para establecer un dato caro a los fisgoneos femeninos y ferozmente guardado por la melliza habladora: su edad). Mirtha fue siempre la delgadita, por eso lo de “Chiqui” en oposición a su más robusta hermana, “Goldi”. Hacia fines de los años 70’, María Aurelia grabó algunos cortos publicitarios y luego se retiró de los estudios, rayos de luz y lentes, para no volver a mostrarse, salvo en contadísimas ocasiones. María Rosa, en cambio, inició un recorrido tenaz ante las cámaras, que la puso en una actualidad sin fin.

El tono de los almuerzos es el de una mesa de la alta burguesía, con el debido toque versallesco y una informalidad muy bien fingida. Mirtha, ayudada por una curiosa voz bitonal que con los años ha virado a extremos de contralto y soprano aguda respectivamente, hace las veces de señora de la casa. El curso del tiempo volvió notorias ciertas brusquedades en el trato con los colaboradores, subsanadas con abrazos ante cámaras y explicaciones (como las que daba en torno de la mujer que sirvió la mesa durante muchísimos programas y que identificaba como “Luisita, hija de una prima”) para demostrar que el amor por ellos (y el de ellos por ella) era superior a cualquier desborde de carácter. La evolución de los medios para grabar puso más tarde en claro –por tomas de sonido subrepticias– que, entre bambalinas, la señora es una guaranga que insulta a todos quienes tienen la desgracia de caer bajo sus descalificaciones, y que la simpatía de la mayor parte de sus próximos se limita a un aguante por necesidad de empleo. Quizá el título del ciclo de audiciones debió cambiar y llamarse “Almorzando con los monólogos de Mirtha Legrand”, en vista de las mínimas oportunidades de sus invitados por decir algo en más de cinco palabras. “Chiqui” pregunta y responde, acota y especula, afirma y niega. No hay segundo en donde se produzca algún silencio benéfico, ni lapso en donde sus dos registros vocales dejen de funcionar a pleno. 

El mayor mérito de semejante verborragia es implantar la creencia en la vastísima formación de la actriz. Y (nobleza obliga) es preciso convenir en que lo ha logrado en amplias franjas de la audiencia; la cantidad de palabras encubre la vaciedad del contenido. Lo que es más difícil de entender es cómo esa misma audiencia tolera los virajes temáticos de la estrella; por ejemplo estar ante un hombre fundamental de la medicina, que intenta hacer claros y simples algunos temas medulares, e interrumpirlo para destacar el lustre de sus zapatos o los colores de la corbata. Los barquinazos que le ha traído esa incontinencia de cacatúa son equivalentes a los aportados por su básica ignorancia de los temas que se tocan en la mesa. No le bastan las precauciones de los libretistas ni los apuntes en letra gigantesca (a fin de ahorrarse el uso de anteojos, por quién sabe qué negación absurda); las acotaciones inoportunas van de la mano con las erratas históricas, artísticas o conceptuales; la lista de situaciones ridículas podría conformar una enciclopedia, junto al recuerdo de las veces en que muchos de sus invitados le propinaron buenos cachetazos verbales o la dejaron hablando sola.

Tantos años de difusión del programa permiten establecer algunos cambios en lo que es el manejo que hace su conductora. Siempre con base en la superficialidad, Mirtha atravesó períodos diversos en los acontecimientos del país. No hay indicios de que hechos tan extremos como las persecuciones, las listas negras, los campos de concentración o los asesinatos masivos quedaran reflejados en alguna palabra suya o en algún gesto solidario hacia las víctimas. No. “Chiqui” sólo recuerda el lapso en donde, bajo el gobierno de María Estela Martínez, su programa fue levantado. Resulta irónico que haya sido bajo el mando de una mujer con características neuronales parecidas a las de Mirtha que ésta sufriera tal episodio. Sin embargo, en los últimos años la glamorosa matrona ha pasado a tomar posición política; sus manifestaciones la acercan a la zona ideológica en donde seguramente estuvo desde el vamos: la derecha. Ya no matiza las gimnasias bucales sólo con las archisabidas muletillas bobas; ahora también lanza dardos venenosos en dirección al “zurdaje” (como supo denominarlo hace unos años). 

La pertenencia del medio en donde actúa a una corporación periodística dominante, la incluye en el equipo de primera línea a la hora de cerrar filas en torno a los objetivos estratégicos de la empresa. Un gordo porcentaje de sus invitados forma parte de la constelación de personeros que, con mayor o menor jerarquía, se mueve en aquel rumbo. Aun con estos antecedentes, no deja de ser insólito oírla decir que “tiene miedo” de las condiciones de la sociedad argentina actual, como si reinaran amenazas para su integridad física o para su libre expresión (¡pocas veces se la ha escuchado decir tantas barbaridades con tanta libertad!).

Por desgracia, para un gran número de público, Mirtha Legrand es una referente crucial en la lectura de la realidad.






4.04.2011

EL SOBRINO DE LA TÍA JULIA

Por Juan José Oppizzi


Sus Artículos en ADN CreadoreS




El escritor Mario Vargas Llosa publicó en estos días de Marzo de 2011 una carta dirigida a protestar por lo que él llamó un “pedido de censura”. Fue por la anterior carta pública del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, sugiriendo a los organizadores de la anual Feria del Libro de Buenos Aires que no lo incluyeran como invitado para abrirla. Tal misiva está impregnada de ese lloroso quejido que emiten los que siempre desean ser víctimas de la censura. El asunto es: ¿a qué censura se refiere el señor Vargas Llosa? Nadie le impide asistir a la Feria del Libro. La posición de Horacio González no pasó de ser una sugerencia a los organizadores a fin de que no se lo invitara a encabezar la apertura, no para que se le impidiera asistir. En todo caso, lo que el director de la Biblioteca Nacional hizo fue usar de su derecho a cuestionar las ideas de cualquier persona, según los principios de libertad que Mario Vargas Llosa dice defender. Salvo, claro, que el señor Mario se crea incuestionable. No voy a juzgar acá la conveniencia o la inconveniencia de tal expresión de deseos de González (aunque pienso que le dio a Vargas Llosa un libreto que no era necesario darle); lo que me interesa es la retorcida argumentación que despliega el escritor ex-peruano (se nacionalizó español).

Primeramente debo hacer notar que me parece una ingratitud de parte de Vargas Llosa el criticar a Jorge Rafael Videla. La dictadura del Proceso, y las de todos los países latinoamericanos triturados en la década de los setenta, cumplieron –bajo la sabia dirección de Henry Kissinger– con el trabajo sucio que les permitió a los liberales hacer sin mucha resistencia el horroroso experimento socioeconómico de los noventa, al que el señor escritor ex-peruano defiende con tanta pasión. Vargas Llosa pertenece a una organización internacional que maneja el franquista (reciclado en el discurso) ex Presidente del Gobierno de España, José María Aznar, encargada de difundir los idearios más cavernícolas del capitalismo mundial y de disfrazarlos con argumentos buenitos. En su momento también colaboró con la oscura y fanática secta fascista del reverendo coreano Moon. Además, convendría recordarle a este campeón de la libertad el poco (el ningún) brío que sus colegas de ideología liberal (Fraga Hiribarne, Aznar, Büchi, Alsogaray, Sormann, Fukuyama, etc) pusieron en criticar las barbaridades cometidas en los años de plomo de América Latina. La censura de su libro La tía Julia y el escribidor bajo la bota de Videla fue una de las torpezas medievales de alguien que, como el obtuso militar argentino, no tenía la agudeza ni la astucia como para ver el panorama a largo plazo (¡Perjudicar a alguien que luego estaría en el mismo segmento político de tantos seguidores del Proceso!). Convengamos, también, en que Vargas Llosa en esa época aún no había puesto decididamente su talento literario al servicio de una siniestra derecha internacional, y que, por eso, la condena a las “horrendas dictaduras militares” le es a él mucho más cómoda que la que puede emitir algunos de los otros liberales con conciencia sucia.

La calificación de “piqueteros intelectuales” y “kirchneristas” al grupo de intelectuales de “Carta abierta” me parece de una cortedad burda. Se entronca con el criterio que muchos ideólogos argentinos de orientación parecida a la de Vargas Llosa utilizan para medir a cualquier opinante: si no descarga sobre el gobierno los dardos que consideran obligatorios, recibe motes despectivos. ¿Se puede calificar de “piqueteros intelectuales” y “kirchneristas” al recientemente fallecido David Viñas, a Osvaldo Bayer, a Vicente Battista? (ya sufren, en otros ámbitos, las estampillas de traidores Víctor Hugo Morales, Horacio Verbisky, Eduardo Aliverti, Liliana Daunes, Ricardo Forster, Teresa Parodi, León Gieco, etc.) ¿Se puede embolsar a un grupo de intelectuales que sufrió –mucho más que el señor Vargas Llosa– la persecución de la dictadura argentina de 1976-1983 en el mismo criterio censor de los criminales que los acosaron? ¿No es una injusticia flagrante, un sarcasmo destructivo?

El cuerpo principal de la carta de Mario Vargas Llosa está dedicado a criticar al nacionalismo. Nada más fácil y redituable, expositivamente hablando, en virtud de los antecedentes que se registran de la confusión entre amor al terruño y xenofobia; especialmente si se lo hace desde un falso punto de vista de la libertad. Y él apela a argumentos falaces: involucra a San Martín y al Che Guevara en el palabrerío sofístico. ¡Tan luego al Che!, a quien su hijo Alvarito no duda en tachar de “idiota delirante” en ese panfleto irrespetuoso y mendaz llamado Manual del perfecto idiota latinoamericano y que papá Mario avala en un vistoso prólogo. Dice en un párrafo de su misiva: “Si tal mentalidad hubiera prevalecido siempre en la Argentina (se refiere a lo que llama “estrecho nacionalismo de los intelectuales kirchneristas”), el General José de San Martín y sus soldados no se hubieran ido a inmiscuir en los asuntos de Chile y Perú y, en vez de cruzar la Cordillera de los Andes impulsados por un ideal anticolonialista y libertario, se hubieran quedado cebando mate en su tierra...” ¡Increíble!; justamente él, Vargas Llosa, encomia el ideal “libertario y anticolonialista”, cuando, por su credo neoliberal, al mismo tiempo apoya las rapacidades colonialistas y antilibertarias del capitalismo. Y no menos absurda es su alusión al Che: dice que, de seguir las directivas kirchneristas, “...se hubiera eternizado en Rosario, ejerciendo la medicina en vez de ir a jugarse la vida por sus ideas revolucionarias y socialistas en Guatemala, Cuba, el Congo y Bolivia.” ¡Nuevo hallazgo!; usa de arma lo mismo que en otras ocasiones –las más– se desgañita en descalificar; habla admirativamente de las ideas “revolucionarias y socialistas”, cuando otras veces se llena la boca con el libreto de que los ideales sólo deben alimentar el arte y no pretender influencia sobre la sociedad.

Pero, como todo sofista, puede tropezar en piedras desconocidas. Habla de su admiración por Juan Bautista Alberdi y le adjudica que “...llevó su amor a la justicia y a la libertad a oponerse a la guerra que libraba su propio país contra Paraguay, sin importarle que los fanáticos de la intolerancia lo acusaran de traidor”. Allí parece tener un bache referencial. ¿Sabrá don Mario que la Guerra de la Triple Alianza tuvo como artífices y sostenedores fanáticos a Bartolomé Mitre y a Domingo Faustino Sarmiento, sucesivos presidentes argentinos? ¿Sabrá que esas veneradas figuras del “período liberal” del siglo XIX intercambiaban correspondencia confidencial en donde se planeaba el exterminio de toda la población paraguaya y la destrucción del Paraguay como país? ¿Sabrá que los motivos de la guerra no fueron ni el nacionalismo (al que, obviamente se usó para justificar la matanza) ni ideal alguno, sino el pedestre deseo de eliminar a un creciente competidor comercial, es decir la muy capitalista costumbre del monopolio económico?

El gran escritor ex-peruano cae luego en la remanida selección (muy propia del discurso neoliberal de los noventa) de las izquierdas latinoamericanas: rescata los regímenes que estuvieron o están en el poder en Chile, Brasil y Uruguay. Les adjudica haber sido “capaces de renovarse, renunciando no sólo a sus tradicionales convicciones revolucionarias reñidas con la democracia ‘formal’ sino al populismo, al sectarismo ideológico y al dirigismo, aceptando el juego democrático, la alternancia en el poder, (y aquí viene la inevitable exposición de colmillos) el mercado, la empresa y la inversión privadas, y las instituciones formales que antes llamaba burguesas”. Hace lo mismo que ciertos sectores de la derecha argentina: pondera de lejos lo que aborrecería de cerca. Me pregunto qué calificativo le merecería a la muy puntillosa camarilla neoliberal vernácula la presencia en el sillón de Rivadavia de un José Mujica o de un Lula Da Silva. Seguramente dirían que José Mujica es “ese tupamaro bruto” y que Lula Da Silva es “ese negro resentido”. Para los Vargas Llosa la única izquierda potable es la remota o la inexistente. Ni soñar con tocarle un pelo a la insignes empresas e inversiones privadas, al dios Mercado y a las venerables instituciones burguesas. Por supuesto, las frutillas del postre son los gobiernos de Cuba y de Venezuela: ahí la argumentación parece calcada de “Selecciones del Readers digest” (tal vez una de las fuentes formativas principales de su etapa liberal, sea ese pasquín afortunadamente desaparecido).

La penúltima parte de la carta de Vargas Llosa adquiere el suspenso de una mala película yanqui, en donde el populacho enloquecido, en Rosario, asaltó un ómnibus e intentó asesinar a los asistentes a una conferencia de liberales (entre los cuales estaba él). Según su conclusión, eso ilustra “la triste vigencia de aquella confrontación entre civilización y barbarie que describieron con tanta inteligencia y buena prosa (si bien con grandiosa injusticia y parcialidad, diría yo) Sarmiento en su Facundo y Esteban Echeverría en ese cuento sobrecogedor que es El matadero”. ¡Qué horror! ¡Hordas salvajes, asaltando un vehículo en donde viajaban los más civilizados representantes de las más modernas y elevadas concepciones filosóficas del mundo, que la masa ignorante no comprende! ¡Menos mal que ese linchamiento no se produjo! (como suele suceder en los relatos que requieren la presencia del autor para difundirse).

Y la última parte de la carta es increíble. Llega al extremo de presentar –con pena, eso sí– a Horacio González como un eventual destructor de libros de la Biblioteca Nacional que no coincidan con sus convicciones políticas o que desentonen con las corrientes progresistas del pueblo argentino.

Lo que debería apenar a Mario Vargas Llosa es haber tirado por la borda un pasado lúcido y haberlo cambiado por un presente lleno de dogmatismos fósiles a los que ve en los adversarios pero no en su propio razonamiento.





1.27.2011

LA TÍTERE



Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS


Hoy la memoria me trajo una brisa de otros días. Fue por el estímulo de haber escuchado una grabación musical. Como por un rayo de luz, me vi en el año 1963. Yo concurría a una escuela rural, la número 21 Juan Martín de Pueyrredón, del paraje La Isabel, en el partido de Salto argentino; estaba en lo que entonces era el “primer grado inferior”. Allí me vi, pues, aprestándome con mis otros escasos treinta compañeritos para asistir a una función en el cine Roma de aquella ciudad bonaerense. En lo personal, fue la primera salida a una distancia de más de diez kilómetros sin mis padres. El arribo a la sala nos intimidó: había cientos de otros niños en la misma instancia. El griterío era infernal. La alharaca de los alumnos ocasionaba las reprensiones de las maestras; había breves espacios de calma y luego se repetían los bullicios y los alaridos docentes en procura de orden. Nadie escuchaba al próximo ni a sí mismo. Nuestro exiguo contingente guardaba una compostura que no tardó en atraer las críticas de los infantes más agresivos de las otras escuelas. Ya en las butacas, hubimos de ser flanqueados en los laterales por la directora y la única maestra, dedicadas a repeler las flechas verbales provenientes de cualquier extranjero escolar. Nos quedaban más expuestos la retaguardia y el frente, blanco de avioncitos de papel, confituras en forma de proyectil o escupitajos furtivos que invariablemente daban en los blancos más voluminosos de nuestras educadoras.

Cuando al fin se apagaron las luces, hubo un alarido uniforme que indicó la complacencia por el fin de la espera. La función consistía en un espectáculo (luego supe que fue uno de los últimos) a cargo de miembros de la compañía de marionetas llamada Piccoli di Podrecca. En casa, mis padres y otros familiares de la misma edad evocaban alguna vista de estos muñecos, considerándolos dentro de lo mejor que habían apreciado en sus existencias. Al grupo lo formaban gentes de diversas nacionalidades –aunque predominaban los italianos, como es lógico por su punto de inicio– y sus periplos tenían un circuito igual de cosmopolita. Muchísimos años después averigüé que el fundador de esa compañía, el signore Podrecca, había fallecido en el año 1959, luego de sembrar el mundo con la fantasía radiante de su corte de seres artificiales y de colaboradores. Huyendo del horror de la Segunda Guerra Mundial, decidió una gira que sería permanente y que abrió cauce al arte de los titiriteros. La Argentina contó con uno de los hombres más relevantes en tal especialidad: el gran Javier Villafañe.

Ha dicho Borges en la milonga Jacinto Chiclana: “Los años no dejan ver el entrevero y el brillo”. Por suerte, yo sigo viendo el brillo de aquel escenario mágico, donde hombres y mujeres de madera actuaban para cientos de niños boquiabiertos. Un caballero hamacaba delicadamente a una frágil dama. Primero, el vaivén era suave; después, la niña desaparecía de escena y el retorno de la hamaca golpeaba al pobre hombre hasta enviarlo, a su vez, fuera de nuestra vista; rengo y maltrecho, él insistía en complacer a su compañera, que no se daba por enterada. Un adusto violinista vestido de negro (reminiscencias de Niccoló Paganini, tal vez) ejecutaba su instrumento un rato, hasta que empezaba a desintegrarse: cabeza, brazos, piernas, torso y violín se desparramaban en círculos caóticos por el aire. Sin que dejara de sonar la música, las piezas anatómicas del raro instrumentista volvían a componer la persona y terminaba su actuación tan completo como había entrado al escenario. Y el número que motiva estas letras nostálgicas era algo así como teatro de marionetas dentro del teatro de marionetas: en una fiesta, un inventor presentaba una muñeca cantante, a cuerda; una mariposa giratoria debía ser manipulada en su espalda a fin de que la niña artificial pudiese desplegar trinos de soprano de coloratura. La duración de la cuerda era bastante más breve que la pieza musical; por lo tanto, su voz y sus movimientos declinaban abruptamente y era necesario girar el mecanismo para darle nuevo impulso. La muñeca tenía un vestido largo, azul, y su canto sonaba con la agilidad de un ave. Interpretaba un vals. Algo así como un sello de fuego me incrustó en el alma esa voz.

Cuando en la radio a transistores de mi casa yo escuchaba, al paso, alguna voz parecida a la de aquella muñeca del teatro, pedía que se dejara la sintonía allí y exclamaba: “¡La títere!”, pensando que era la misma. El tiempo me soldó al oído el gusto por la ópera, y a lo largo de muchos años, al escuchar yo, fascinado, interpretaciones líricas femeninas, mis padres seguían diciendo, entre jocosos y graves: “Es como la títere”.

Nada menos que cuarenta y seis años después, en 2009, compré una colección de registros de voces de la ópera y, recorriendo sus delicias, oí aquel vals y gocé de aquellos gorjeos. El impacto me hizo creer (¿y acaso no es posible?) que era la misma grabación empleada para figurar el canto de la marioneta vestida de azul. La pieza –ahora lo sé– es el Aria de la muñeca, de Los cuentos de Hoffmann, de Jack Offenbach, un músico francés de apellido alemán, que durante casi toda su vida estuvo dedicado a componer operetas mediocres, y que, para liberarse del yugo de su propia obra, decidió escribir algo más profundo. El tema de esta pieza es el amor (¡cuándo no!), representado por tres mujeres que rondan al escritor Ernesto Teodoro Hoffmann (persona que anduvo realmente por el mundo bajo ese nombre y con esas dotes). Uno de los episodios cuenta el enamoramiento del artista respecto de la acrobática –y automática– soprano, sin sospechar –¡Ay convencionalismos de los libretos!– que se trata de un robot. La versión que a partir de 2009 tengo en mis manos –con ruido de cuerda y todo– es de una cantante llamada Vina Bovy (cómoda síntesis para esquivar el interminable Johanna Paulina Felicidad Bovy van Overberghe), originaria de la ciudad belga de Gante en el año 1900. El neblinoso registro data de 1937 y, según los datos biográficos que lo acompañan, esta señora expiró en 1983. Acaso, como ya me lo pregunté, no sea absurdo imaginar que ella fue la voz de aquella marioneta que en el lejano 1963 le dejó a un niño de cinco años la impresión decisiva para que luego se inclinara por admirar el canto operístico.



Portada: Marioneta, de Maricarmen Ruiz
Diagramación & DG: Pachakamakin

3.10.2010

DOS CENTURIAS

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



En nuestro breve camino por lo que llamamos Vida le damos una gran importancia al conjunto que forman dos cientos de años. Sabiendo de los tiempos y las distancias cósmicos, eso no debería predisponernos al asombro; más bien, arrancarnos una sonrisa. Pero como usamos de referencia nuestra duración media sobre la tierra, y la noción de tiempo nos pertenece con exclusividad a los humanos (al menos en este globo), somos dueños de evaluar aquel tamaño según las pautas que responden a ese esquema. Así, hoy podemos estar absortos en la efemérides argentina en términos de lejanía.

Ya se encargaron algunos historiadores de eliminar aquella figura de un cabildo bajo la lluvia, rodeado por una multitud que se cubría con paraguas, en el 25 de Mayo de 1810. Hoy tenemos asumido que es difícil comprobar si llovía o no, que es al menos dudosa la existencia de esos paraguas y que las personas reunidas junto al pequeño edificio tal vez no eran más que algunas decenas. Dejo en manos de los especialistas en anécdotas la medición cuantitativa de los hechos. Lo que verdaderamente importa es la medición cualitativa. El transcurso de los doscientos años demostró en variadas ocasiones que la masividad no va siempre unida a la verdad, y que la repercusión pública de los acontecimientos a menudo traiciona la auténtica índole de éstos. 





La Revolución de Mayo fue protagonizada por hombres de carne y hueso, en los que anidaba el raudal de pasiones que rige las vidas de todos quienes compartimos esa estructura biológica. Tomarla como algo definitivo, totalizador y perfecto es alimentar una mitología que no ayuda a comprender la Historia. Igualmente errado es limitarla a las intrigas de astutos comerciantes o de políticos ambiciosos. Yo prefiero estudiarla como el principio –el principio– de la fundación del país. Y aquí descerrajo la pregunta que me obliga a replantearme continuamente lo que muchas veces aparenta ser obvio: ¿Un país se funda en un solo acto o lo integran los actos sucesivos de sus pobladores? Me formé culturalmente en la idea que encierra la primera parte de la pregunta; me educaron escolarmente en el concepto de que la República Argentina nació y quedó hecha para siempre entre el 25 de Mayo de 1810 y el 9 de Julio de 1816. Me dijeron que en ese histórico lapso hubo un grupo de seres superiores, metálicos (viéramos, si no, las estatuas de San Martín, de Belgrano, de Moreno), que siempre hablaban y pensaban cosas importantes y aleccionadoras.

De los dos siglos transcurridos, sólo cuarenta años fueron empleados en revisar la interpretación de la historia que reinó en los anteriores ciento sesenta. Surgió el revisionismo (que al principio fue una mera –y no siempre justa– inversión de los santificados y los demonizados por el discurso imperante); se descubrieron ángulos ocultos de los próceres; se ventilaron aspectos reales (y ficticios) de muchos pasajes históricos; se llegó al análisis morboso (en oportunidades, lleno de fantasías) de muchas vidas; se transitó, en fin, el caótico debate que, mal que mal, permite hoy tener una visión más humana de nuestra propia senda humana. Pero lo que rescato de ese ir y venir de opiniones, tan agotador a veces, es la conciencia de algo inadvertido por el calor de los argumentos: que el país está siempre en estado de fundación. Cada minuto que pasa nos coloca en la instancia de comenzar algo que incida en todo el conjunto social. Desde los ideales más elevados hasta las peores maquinaciones, la posibilidad tiene manivelas infinitas. Por supuesto, ante esa realidad ambigua no podemos esquivar la conclusión de que el país está, asimismo, siempre en estado de demolición. Las diferentes mentalidades que prevalecieron en tantos años han efectuado demoliciones y fundaciones alternativas. La sociedad de 1810 no fue igual que la de 1910 y ninguna de ambas fue igual a la que hoy vivimos. Tampoco es cierto –para desorientación de los pesimistas modernos– que en 1810 o en 1910 haya existido un clima de esperanza mayor que el que puede haber en 2010. Quizá en 1810 había muchas menos razones para abrigarla que en 1910 y en los días presentes. No es pura coincidencia el hecho de que los principales actores de la Revolución de Mayo hayan muerto jóvenes (Moreno, Castelli, French, Belgrano) y que su pasaje al bronce haya tenido gusto a reivindicación culposa, ni es casual que San Martín haya acabado sus días en un ostracismo lleno de calumnias.

Cuando miro a vuelo de pájaro la totalidad argentina de los dos siglos, me siento como frente a un precipicio. Hay de todo allí: en 1813 se quemaron en la Plaza Mayor los instrumentos de tortura virreinales; cien años después retornaron en versiones modernas y la pirámide construida para recordar aquella loable fogata vio un día de 1977 una ronda de madres desafiar a otros inconmensurables torturadores; desde 1863 nuestro país se llama República Argentina, pero recién a partir de 1912 se estableció el sufragio libre y secreto, base de cualquier noción republicana; el sufragio ahí se llamó también universal, aunque las mujeres pudieron votar en 1951; desde 1853 existe una Constitución Nacional, fruto de ríos de sangre, sacrificios extremos, esfuerzos increíbles; la mayor parte del siglo veinte ella fue un papel muerto bajo diferentes suelas de botas; un funcionario gubernamental, Domingo Cavallo, una vez mandó a lavar los platos a los científicos; un tribuno parlamentario, De la Torre, fue capaz de enfrentar él solo a todo un gobierno corrupto; un general borracho, Galtieri, para que su gobierno en ruinas durara más, envió a pelear contra un imperio bien armado a conscriptos veinteañeros casi desnudos y con fusiles que no disparaban; un abogado que tuvo que hacer de general, Belgrano, despellejado por las cabalgatas y abatido por la hidropesía, batió dos veces (y con él mismo en el campo de batalla) a un ejército profesional que lo doblaba en número; un médico, Favaloro, harto de pedir inútilmente ayuda para la fundación que le permitía asistir –y salvar– a miles de enfermos, se suicidó...

Y ahí está ella, la República Argentina, aguardando ser fundada muchas veces más y temiendo ser demolida también otras muchas veces. Y ahí están, ante nosotros, los siglos venideros como páginas en blanco, con sus misteriosos, inimaginables desafíos, con sus hombres del futuro que aún no son, con sus hechos aún no acaecidos. Y aquí estamos nosotros, los que formamos el país, porque un país no es un ente abstracto, separado de las vidas que lo pueblan; nosotros somos el país y, según la división que nosotros mismos hemos hecho del tiempo, tenemos un pasado que debe servirnos de lección, un presente que debe servirnos para la acción y un futuro que debe servirnos para la proyección.


Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández

5.22.2008

LA CONTAMINACIÓN MUNDIAL

Por Juan José Oppizzi
Sus Artículos en ADN CreadoreS



Hay sectores que alertan sobre las consecuencias que traerá para el futuro del planeta la constante polución que provoca el hombre. Desde hace unos treinta años, más o menos, nacieron organizaciones ecologistas empeñadas en luchar por la preservación del medio ambiente. Formaron partidos políticos (llamados en Europa “los verdes”) y lograron introducir en las Naciones Unidas su temario. Sus llamados no se interrumpen y, cada vez que sucede una catástrofe climática o un derrame de sustancias químicas, aprovechan para desplegar una estrategia que consiste en poner esos hechos como ejemplo de la devastación que se produce a cada minuto.


Esta labor empeñosa y no siempre entendida en su verdadero alcance benéfico derivó, entre otras cosas, en la firma de un tratado internacional que se bautizó con el nombre de la ciudad donde fue hecho: el Protocolo de Kyoto. En el texto, un numeroso grupo de naciones se comprometió a disminuir la emisión de gases tóxicos a la atmósfera, acción considerada un paso ínfimo, pero paso al fin, para amortiguar el efecto invernadero. Desde ya que varios de los principales emisores de elementos dañinos no suscribieron el pacto y no se molestaron en dar muchas explicaciones que justificaran las negativas. Una de las naciones más reacias a estampar la rúbrica fue Estados Unidos de Norteamérica, y su actitud resulta muy problemática, ya que emite a la atmósfera el treinta por ciento de las emanaciones que el mundo deja escapar. Sumado a otras naciones industrializadas que se negaron a aceptar el compromiso, el volumen de polución que seguirá estropeando el aire reduce el tratado a un gesto poco menos que inútil.

Sin embargo, hubo un aspecto muy útil en las deliberaciones, en los conciliábulos previos a la firma del tratado y en todas las reuniones que las Naciones Unidas continuaron realizando alrededor del tema: el esclarecimiento de cuáles son los verdaderos obstáculos que impiden un acuerdo unánime sobre algo que nos concierne a todos. Siempre que los miembros de organizaciones ecologistas investigaron los procesos de contaminación, se estrellaron con el muro de los grandes capitales, que no le dan importancia alguna a nada que no sea su propio crecimiento. Plantear la necesidad de freno al derrame de líquidos en ríos, de vapores nocivos, a la contaminación sonora, encuentra de parte de las empresas industriales un alerta por los posibles gastos que insumiría la colocación de mecanismos depuradores. Ni nos molestemos en imaginar la respuesta si se trata de una sugerencia más profunda, como la de repensar los sistemas productivos.

Desde la Revolución Industrial, el capitalismo funciona en base a la misma dinámica: crear objetos en series, de diferente grado y utilidad, para venderlos. Con ese fin se reencauzó la explotación de la clase obrera. La falla intrínseca del sistema se reveló a poco de andar: los millones de individuos esclavizados no podían, a su vez, acceder al consumo de los productos que velozmente fabricaban, y como la finalidad del capitalismo fue siempre el mantenimiento de una élite dominadora y el aumento de la masa proletaria, empezó a haber exceso de objetos producidos y falta de consumidores. En esa instancia, la plutocracia tuvo que aflojar algunos de sus postulados. Las convulsiones de 1848 en casi toda Europa, la Comuna de París, las revoluciones Rusa, Mejicana, China y Cubana, por mencionar algunos hechos de los siglos XIX y XX, fueron encendiendo alertas que significaron una mejora en las condiciones de los trabajadores por parte de los capitalistas; éstos se dieron cuenta de que así, amén de prevenir rebeliones, también podían obtener consumidores entre los explotados. Más tarde, el crecimiento de la tecnología le dio a los grandes propietarios del dinero y de los bienes otra ilusión: ya no tendrían que depender de la masa proletaria en los mecanismos productivos; las máquinas reemplazaron a los obreros. Sin embargo, los hombres y mujeres echados del sistema fueron componiendo un sector nuevo: los desocupados, una multitud que tampoco podía ser consumidora de nada, a pesar de que su condición la volvía muy dócil a cualquier propuesta laboral, por humillante que fuera. En la Argentina, por ejemplo, alrededor de diez millones de personas quedaron al margen de las estructuras laborales y sociales en la siniestra década de los noventa. Los pregoneros del neoliberalismo sostuvieron que eso era lo correcto y, pateando futbolísticamente la cuestión hacia delante, dijeron que los desocupados irían incorporándose poco a poco, a medida que el sistema encontrara sus inevitables reacomodamientos. El derrumbe de 2001 dejó en claro el disparate de esa filosofía. La realidad le quitó al capitalismo la validez del cómo.

Ahora, la contaminación mundial le plantea una última sentencia al capitalismo: le quita el para qué. Y esto proviene de su misma idiosincrasia. Un mundo que exhibe dudas enormes en cuanto a la supervivencia de la humanidad es un mundo que comienza a perder sentido; pero, por primera vez en la historia, comienza a perder sentido para todos. La burguesía que gobernó el planeta desde la Revolución Francesa, pudo en todo ese tiempo manejar el destino de gran parte de los habitantes del globo, condenarlos a la miseria y la muerte, sin que su futuro como clase tuviera un final visible. Ahora, una eventual catástrofe ecológica dibuja el corte cierto del camino: ya no habrá nadie libre de las consecuencias.

La actitud de los grandes centros económicos es la peor: ignorar las advertencias y ponerse en contra de las medidas preventivas. Sigue la tala de bosques, el agotamiento de las tierras por laboreo indebido, el envenenamiento de las capas freáticas por los herbicidas, el exterminio de especies animales que cumplen fines equilibrantes. Tal vez su criterio es el único que pueden tener. Una maquinaria que funciona automáticamente en procura de riquezas no conoce el margen de libertad y de imaginación como para pensar otra cosa.. Lo llamativo es que durante siglos los grandes capitalistas se jactaron de ser prácticos, de no perder el tiempo en lirismos inútiles, y en este momento demuestran ser ciegos ante una eventualidad más que previsible.

En algún momento de los años venideros, la humanidad en su conjunto se preguntará con desesperación si no será hora de modificar drásticamente los sistemas que la rigen. Ya no la conducirán a esas reflexiones los ideales filosóficos, políticos o humanísticos que sembraron en otras épocas el ansia de cambio en muchos hombres; será pura y simplemente el instinto de conservación.




Ilustración: Ernst Fucks
Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández