Páginas

Mostrando entradas con la etiqueta Lacan. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lacan. Mostrar todas las entradas

12.11.2018

UN RECUERDO INFANTIL DE GÖETHE

Por Sigmund Freud
+Notas de Sigmund Freud en ADN Omni







ꞋCuando intentamos recordar lo que en nuestra primera infancia nos sucedió nos exponemos muchas veces a confundir lo que otras personas nos han dicho con lo que debemos realmente a nuestra experiencia y a nuestras observaciones personalesꞋ.
Göethe hace esta consideración en una de las primeras páginas de su Biografía, cuya redacción comenzó a los Sesenta años.

A la Frase copiada preceden tan sólo algunas noticias sobre su Nacimiento, acaecido 
el 28 de Agosto de 1749, a mediodía, en el momento mismo en que el reloj daba las DoceLa constelación de los Astros le era favorable y fue quizá la causa de su conservación, pues vino al mundo como muerto, y sólo con gran trabajo se consiguió que viera la luz.

A estas Observaciones sigue una breve descripción de la casa y de la habitación en que los niños -su hermana y él- gustaban más de estar. Pero luego sólo relata Göethe, realmente, un único suceso que puede ser situado en su 
primera infancia -¿Antes de los cuatro años?-, del cual parece haber conservado un recuerdo personal.

He aquí un relato del mismo:

También los niños hacían Conocimiento con los vecinos mediante estas galerías, y los tres hermanos Ochsenstein, hijos del difunto alcalde, que vivían enfrente, me tomaron mucho cariño y se ocupaban de mí y me embromaban de diversos modos.
Mis padres contaban toda clase de travesuras mías, que aquellos señores, por lo demás gente retraída y seria, me habían excitado a cometer. Contaré tan sólo una de ellas. Había habido mercado de cacharros, y no sólo se había provisto la cocina de estos utensilios para algún tiempo, sino que nos habían comprado a los niños, como juguetes, otros cacharros semejantes en miniatura.
Una hermosa tarde en que la casa estaba silenciosa y tranquila jugaba yo en la galería con mis platos y mis pucheros, y no sabiendo ya qué hacer con ellos, tiré uno a la calle, divirtiéndome mucho verlo estrellarse ruidosamente contra el suelo.
Los Ochsenstein, que observaron lo mucho que aquello me regocijaba hasta el punto de hacerme palmotear alegremente, me gritaron: ‘¡Más!’ Sin vacilar tiré en el acto un puchero, y como no dejaron de gritar: ‘¡Más!’, todos los platitos, las cazuelitas y los pucheritos fueron a estrellarse contra el suelo.
Mis vecinos continuaron testimoniándome su aprobación, y yo me sentía extremadamente gozoso de procurarles aquel placer. Pero mi provisión se agotó, y ellos siguieron gritando: ‘¡Más!’
Entonces corrí a la cocina y traje unos platos de loza, que ofrecieron, al romperse, un espectáculo más divertido aún; de este modo, yendo y viniendo, traje los platos, uno tras otro, según podía alcanzarlos sucesivamente del bazar, y como aquellos señores no se daban nunca por satisfechos, precipité en igual ruina toda la vajilla que pude ir cogiendo. Por fin llegó alguien, pero demasiado tarde para detener y prohibirme aquel juego.
El mal estaba hecho, y a costa de tantos cacharros rotos se tuvo, por lo menos, una historia divertida, que fue, sobre todo para los maliciosos instigadores, y hasta el fin de su vida, un gozoso recuerdo.
Pasajes como éste podían leerse en los tiempos preanalíticos sin sentirse uno impulsado a reflexionar sobre ellos.

Pero luego ha despertado la Conciencia analítica, y nos hemos formado sobre los recuerdos procedentes de la primera infancia determinadas opiniones, a las que gustamos de atribuir una validez general. No es indiferente ni insignificante qué detalle de la vida infantil se haya sustraído al olvido general de la infancia.

Mas bien hemos de sospechar que lo que se ha conservado en la Memoria es también lo más importante de aquel estadio de la vida, bien porque ya en su tiempo entrañara tal importancia, bien porque la haya adquirido después, bajo la influencia de sucesos posteriores.
De todos modos, el alto valor de tales recuerdos infantiles sólo en muy raros casos resultaba evidente. Por lo general, parecían indiferentes o incluso insignificantes, y en un principio se hacía incomprensible que precisamente ellos hubieran conseguido desafiar la acción de la amnesia.

Al mismo sujeto que los había conservado como patrimonio mnémico, a través de largos años, le era tan imposible valorarles acertadamente como al extraño a quien se los contaba.

Para reconocer su importancia fue precisa una cierta labor de interpretación que demostró cómo su contenido debía ser sustituido por otro o descubrió su relación con otros sucesos, innegablemente importantes, en lugar de los cuales habían emergido en calidad de recuerdos encubridores.
En toda Elaboración psicoanalítica de una Biografía se consigue aclarar de este modo la significación de los primeros recuerdos infantiles.
E incluso resulta, por lo regular, que precisamente aquel recuerdo que el analizado sitúa en primer término, el que primero relata, demuestra luego ser el más importante, aquel que encierra en sí la Llave de los compartimientos secretos de su vida anímica. 
Pero en el caso del pequeño suceso infantil relatado en Poesía y verdad nuestras esperanzas hallan escaso apoyo. Los medios y los caminos que en el Análisis de nuestros pacientes nos conducen a la interpretación nos son, en este otro, inaccesibles, y el suceso en sí no parece ser susceptible de una relación evidenciable con impresiones importantes de una época ulterior.

Una travesura, con daño del menaje casero, realizada bajo la influencia de otros, no es, desde luego, una viñeta adecuada a todo lo que Göethe puede relatarnos de su vida, tan rica en acontecimientos. 


No parece posible negar a este recuerdo infantil la mayor inocencia y la más absoluta falta de relación con sucesos posteriores y sería acaso aventurado extender a él las Tesis psicoanalíticas.

Habíamos, pues, desviado nuestro pensamiento de este pequeño problema cuando el azar trajo a nosotros un paciente en el que un recuerdo infantil análogo mostraba transparentes relaciones. 


Tratábase de un hombre de Veintisiete años, muy culto y muy inteligente, cuyo presente estaba acaparado por un conflicto con su madre, el cual extendía su acción a casi todos los intereses de la vida, y bajo cuyos efectos había sufrido gravemente el desarrollo de su capacidad de amor y de conducirse independientemente.

Este conflicto alcanzaba regresivamente hasta su infancia; puede decirse que hasta sus cuatro años. El sujeto había sido un niño muy débil, enfermizo siempre, y, sin embargo, sus recuerdos habían transfigurado aquella mala época en un paraíso, pues durante ella había poseído el cariño ilimitado e incompartido de su madre.

No había cumplido aún los cuatro años cuando le nació un hermano, que aún vive. Por reacción a este suceso perturbador se transformó en un niño obstinado e indómito, que provocaba constantemente la severidad de la madre. Y luego, entonces no volvió ya al buen camino.

Cuando acudió a mi consulta -impulsado principalmente por el hecho de que su madre, exageradamente religiosa, abominaba del Psicoanálisis-, los celos que su hermano hubo de inspirarle y que le habían llevado hasta atentar contra él cuando todavía era un niño de pecho estaban hace largo tiempo olvidados.

Ahora le trataba con grandes consideraciones; pero ciertos extraños actos casuales con los que había causado graves daños a Animales que le eran queridos, tales como su perro de caza o pájaros a los que cuidaba con esmero, debían interpretarse como ecos de aquellos impulsos hostiles contra su hermano.

Este paciente nos relató que en la época misma de su atentado contra el niño que despertaba sus odios había arrojado por la ventana de una casa de campo todas las piezas de vasija que había hallado a su alcance. 


Tratábase, pues, de una escena idéntica a la que Göethe narra en Poesía y verdad. Haremos constar que nuestro paciente no era de nacionalidad alemana ni había leído la Biografía de Göethe.

Esta comunicación señalaba la posibilidad de interpretar el recuerdo infantil de 
Göethe en el sentido que la historia de mi paciente imponía. Pero ¿Se daban acaso en la infancia del Poeta las condiciones necesarias para una tal Interpretación?

Desde luego, 
Göethe hace responsables de su travesura infantil a los señores de Ochsenstein. Pero su mismo Relato indica que tales señores no hicieron más que animarle a continuar su manejo.

La iniciación del mismo fue espontánea, y la motivación que alega -Ꞌ
y no sabiendo ya qué hacer con ellos -con los cacharros de juguete- puede considerarse como una confesión de que en la época en que redactaba sus Memorias no le era conocido motivo alguno eficiente de aquel acto.

Sabido es que Johann Wolfgang Göethe y su hermana Cornelia fueron los únicos supervivientes de toda una serie de hermanos. El doctor Hans Sachs ha tenido la amabilidad de procurarme los datos relativos a estos hermanos de 
Göethe, muertos en edad temprana.

Hermanos de 
Göethe:
a) Hermann Jakob, bautizado el Lunes 27 de Noviembre de 1752; alcanzó una edad de seis años y seis semanas, y fue enterrado el 18 de Enero de 1759.
b) Catharina Elisabeth, bautizada el Lunes 9 de Septiembre de 1754; enterrada el Jueves 22 de Diciembre de 1755 -un año y cuatro meses-.
c) Johanna María, bautizada el Martes 29 de Enero de 1757, y enterrada el 1 de Agosto de 1759 -dos años y cuatro meses-. Esta es la niña cuya belleza y agrado ensalza Göethe: en sus Memorias.
d) Georg Adolph, bautizado el Domingo 15 de Junio de 1760; enterrado el Miércoles 18 de Febrero de 1761 -ocho meses-.La hermana inmediatamente menor de Göethe, Cornelia Friederica Christiana, había nacido el día 7 de Diciembre de 1750, cuando Göethe tenía tan sólo quince meses. Tan pequeña diferencia de edad la excluye como objeto posible de celos.
Sabido es que los niños, cuando en ellos despiertan ya las pasiones, no desarrollan nunca reacciones intensas contra los hermanos que ya encuentran a su lado, sino que orientan su hostilidad contra los que luego nacen.
Además la escena cuya interpretación nos ocupa es incompatible con la tierna edad de Göethe al tiempo del nacimiento de Cornelia o poco después. Cuando nació su primer hermano, Hermann Jakob, Göethe tenía Tres años y Tres meses.

Aproximadamente dos años después, cuando tenía ya unos Cinco años, nació su segunda hermana. Ambas edades pueden ser tenidas en cuenta para datar la escena de los cacharros; quizá merezca la primera la preferencia, y también armonizaría mejor con el caso de mi paciente, que al nacer su hermano tenía unos Tres años y Nueve meses.

El hermano Hermann Jakob, hacia el cual queda orientada así nuestra tentativa de interpretación, no fue, además, en la nursery de los Göethe un huésped tan pasajero como los hermanos ulteriores. 

Y es de extrañar que su ilustre hermano no tenga para él en su Biografía ni una sola palabra de recuerdo. Pasó a los Seis años, y cuando murió, Göethe tenía ya cerca de Diez.

El doctor Ed Hitschmann, que ha tenido la bondad de poner a mi disposición sus Notas sobre la materia, opina lo siguiente: también el pequeño 
Göethe vio sin gran pena la muerte de un hermano suyo. Por lo menos, su madre, según nos transmite Bettina Brentano, contaba lo que sigue:
ꞋPareció extraño que a la muerte de su hermanito menor, Hermann Jakob, que era su compañero de juegos, no derramara ni una lágrima; más bien parecía molesto por las lamentaciones de sus padres y de sus hermanos, y cuando se le preguntó si es que no había querido a su hermano, corrió a su cuarto, sacó de debajo de la cama multitud de papeles en los que tenía escritos deberes escolares y pequeñas cuentas y dijo que había hecho todo aquello para enseñar a su hermanoꞋ.
Así, pues, al hermano mayor le había gustado jugar a ser el padre del menor y mostrarle su superioridad.
Podríamos, pues, formarnos la opinión de que el hecho de arrojar los cacharros por la ventana es un acto simbólico o, mejor dicho, mágico, mediante el cual el niño -Göethe, así como mi paciente- manifiesta vigorosamente su deseo de suprimir al intruso perturbador.
No tenemos por qué negar el placer del infantil sujeto ante la estrepitosa rotura de los cacharros; cuando un acto es ya de por sí placentero, el sujeto se siente impulsado a repetirlo al servicio de otras intenciones.

Pero no creemos que fuera el placer producido por el ruidoso estropicio el que pudiera asegurar a tales travesuras infantiles un lugar duradero en la memoria del adulto. La motivación de un tal acto es más complicada.

El niño que rompe unos cacharros sabe muy bien que hace algo malo, por lo cual le regañarán los mayores, y si este conocimiento no basta para retenerle, es que aspira a satisfacer un resentimiento contra sus padres; quiere mostrarse malo. Para satisfacer el placer de romper sería suficiente que el niño arrojara al suelo los objetos frágiles.
El hecho de precipitarlos fuera de casa, por la ventana, no tendría entonces explicación. Pero tal Ꞌfuera de casa parece constituir parte importantísima del acto mágico y provenir del sentido Oculto del mismo.

El nuevo niño ha de ser arrojado fuera de casa y, de ser posible, por la ventana, que es por donde ha venido. Todo el acto sería entonces equivalente a aquella reacción verbal de un niño al serle comunicado que la Cigüeña le había traído un hermanito:

ꞋEntonces que se lo vuelva a llevarꞋ.
Sin embargo, no se nos oculta cuán aventurado es -aparte ya de todas las inseguridades internas- fundar la Interpretación de un acto infantil en una única analogía. Por esta razón hemos retenido durante muchos años. sin publicarla, esta Interpretación de la pequeña escena de Poesía y verdad.

Pero un buen día acudió a mi Consulta un paciente, que inició su Análisis con las siguientes Frases:

ꞋSoy el mayor de ocho o nueve hermanos. Uno de mis primeros recuerdos es el de una noche en que mi padre, sentado en su cama, me contó, sonriendo, que me habían traído un hermanito.
Yo tenía por entonces tres años y nueve meses: tan grande es la diferencia de edad que me separa de mi hermano inmediatamente menor. Luego sé que poco tiempo después -¿O quizá fuera un año antes?- arrojé una vez a la calle, por la ventana, diversos objetos, cepillos -¿o fue sólo un cepillo?-, botas y otras cosas. Tengo todavía un recuerdo más temprano.
Cuando tenía dos años pernocté con mis padres en un hotel de Linz, en el curso de un viaje a Salzkammergut. Pasé la noche tan inquieto y grité tanto, que mi padre tuvo que pegarmeꞋ.
Esta declaración desvaneció todas mis dudas. Cuando el sujeto analizado comunica dos cosas en sucesión inmediata, como en un solo aliento, esta proximidad puede interpretarse como una conexión.

Fue, pues, como si el paciente hubiera dicho:

ꞋPorque supe que me habían traído un hermanito, arrojé poco tiempo después, a la calle, tales y cuales objetosꞋ.
El hecho de arrojar los cepillos, las botas, etc., se da como reacción al nacimiento del hermano. No es tampoco adversa la circunstancia de que, en este caso, los objetos arrojados no fueran cacharros, sino otros distintos, probablemente los que el niño encontró más a mano.
El hecho de Ꞌechar fuera -por la ventana, a la calle- demuestra así ser lo esencial del Acto, y el placer de romper y la clase de los objetos en los que la ejecución se lleva a caboꞋ aparecen como elementos inconstantes y secundarios.
Naturalmente, la Interpretación de la proximidad como conexión se extiende también al Tercer Recuerdo infantil de nuestro Paciente, el cual recuerdo, no obstante ser el más temprano, aparece evocado en el último lugar. 

Comprenderemos que el niño de Dos años se mostró tan inquieto porque no podía sufrir que su padre y su madre estuvieran acostados en la misma cama. En el curso de un viaje no había, quizá, medio hábil de evitar que el niño fuera testigo de tal comunidad. 

De los sentimientos que en aquella ocasión nacieron en el pequeño celoso le quedó cierta irritación contra la mujer, irritación que tuvo por consecuencia una duradera perturbación de su evolución erótica.

Cuando después de estas Dos Experiencias expresé a otros Analíticos mi esperanza de que los acontecimientos de este orden no fueran nada raros en la vida infantil, la doctora Hug-Hellmuth puso a mi disposición Dos Observaciones más, que reproduzco seguidamente:

I. Poco antes de los tres años y medio, el pequeño Erich adquirió Ꞌ
súbitamente la costumbre de tirar por la ventana todo lo que le agradaba. Pero lo hacía también con objetos que no tenía inmediatamente a mano ni debían importarle lo más mínimo.

Precisamente el día del cumpleaños de su padre -cuando el pequeño tenía tres años y cuatro meses y medio- tiró a la calle, por una ventana de la vivienda, situada en el tercer piso, un pesado rodillo de madera que cogió en la cocina y se llevó a su cuarto.

Días después siguieron igual camino la mano del mortero y un par de pesadas botas de campo de su padre, que tuvo que sacar de un cajón. Por entonces, la madre, que se hallaba en el séptimo o el octavo mes de embarazo, tuvo un aborto, después del cual el niño pareció Ꞌ
cambiado, mostrándose de nuevo bueno y cariñoso.

En el quinto o el sexto mes había dicho repetidamente a su madre: Ꞌ
Mamá, me voy a subir en tu barriga, o Mamá, te voy a hundir la barriga. Y poco antes del aborto, en octubre:
ꞋSi tengo que tener un hermanito, que sea por lo menos después del Niño JesúsꞋ.
II. Una joven casada, de diecinueve años, relata espontáneamente como su más temprano recuerdo infantil el siguiente:
ꞋMe veo sentada debajo de la mesa del comedor. Encima de la mesa está mi tazón de café -veo aún claramente los dibujos de porcelana-, el cual me disponía yo a arrojar por la ventana en el momento en que mi abuela entró en la habitación.
Aquella mañana no se había ocupado nadie de mí, y en la superficie de mi café con leche se había formado una capa de nata, cosa que me daba, y me da aún, mucho asco. Aquel mismo día nació mi hermano, dos años y medio menor que yo. Por eso nadie me hacía caso.
Me han contado que aquel día estuve insoportable; en el almuerzo tiré de la mesa el vaso favorito de mi padre; luego ensucié repetidamente mis vestidos, y desde la mañana hasta la noche hice gala de un malísimo humor. También una muñeca que tenía fue objeto de mis iras, quedando destrozadaꞋ.
Estos dos casos no precisan apenas de comentario alguno. Confirman, sin mayor esfuerzo analítico, que la irritación del niño ante la aparición, esperada o acaecida, de un competidor se manifiesta en el acto de arrojar objetos por la ventana, así como en otros actos de Ꞌmaldad o de manía destructora.

En la primera observación, los Ꞌ
objetos pesados simbolizan probablemente a la madre misma, contra la cual se dirige la cólera del niño, en tanto llega el nuevo hermanito.

El niño de tres años y medio se da cuenta del embarazo de la madre y no duda de que hospeda en el seno al hermanito. Recordemos el caso de Juanito y su miedo especial a los vehículos pesadamente cargados.

En la segunda observación es singular la temprana edad de la niña: dos años y medio.

Si ahora retornamos al recuerdo infantil de Göethe y situamos en el lugar correspondiente de Poesía y verdad aquello que hemos creído adivinar por medio de la observación de otros sujetos infantiles, obtendremos una Interpretación irreprochable que de otro modo no habríamos descubierto.

Aquí está:

ꞋHe sido un hombre de suerte; el Destino me conservó la vida, aunque vine al mundo como muerto. En cambio, suprimió a mis hermanos para que no tuviera yo que compartir con ellos el cariño de mi madreꞋ.
Y luego continúa el proceso mental pasando al recuerdo de otra persona muerta en aquella temprana época: la abuela, que vivía como un espíritu silencioso y benigno en otra habitación de la casa.
Ahora bien: ya hemos dicho en otro lugar que cuando alguien ha sido el favorito indiscutible de su madre, conserva a través de toda la vida aquella seguridad conquistadora, aquella confianza en el éxito que muchas veces basta eliminar para lograrlo. 
Y así, Göethe hubiera podido encabezar su Biografía con una observación como ésta:
ꞋToda mi fuerza tiene su raíz en mi relación con mi madreꞋ.



Diseño|Arte|Diagramación: Pachakamakin
Portada: Marsh Fillbrant


5.04.2012

SOBRE EL ENTUSIASMO


Por Eric Laurent 
Traducción: Miquel Bassols i Puig [*]


El entusiasmo es un modo de relación con lo Uno, indica Jámblico. En sus Misterios de Egipto, efectivamente, trató mucho sobre el entusiasmo, entusiasmo que debían alcanzar aquellos que se presentaban en los Misterios. Jámblico era un sirio que permaneció prácticamente desconocido en Occidente. El éxito de Jámblico empieza cuando es traducido por Marsilio Ficino, en el taller de traducción financiado por los Medicis. Dicho texto insiste, a partir de Platón, en la convocación divina: no se trata de discurrir sobre Dios sino de actuar sobre Dios. No de la teología sino de la teúrgia. Convocar a Dios para participar de esta existencia y forma Uno. En la tercera parte de los Misterios de Egipto, encontramos lo siguiente:
“No basta con aprenderlos [los discernimientos de los dioses]. No se llegaría a ser consumado en ciencia divina si uno se contentara con saberlos. Hace falta conocer también qué es el entusiasmo y cómo se produce. No es pura simplemente un éxtasis, es un ascenso y una transferencia hacia el género superior, mientras que el frenesí y el éxtasis manifiestan también una inversión hacia lo inferior (…) Lo más importante es que los verdaderos entusiastas están totalmente poseídos por lo divino.”
¿Es a un entusiasmo de este tipo al que Lacan se refiere cuando habla de aquellos postulantes al misterio analítico que, después de haber discurrido y de haberse obligado a los logoi, se introducirían finalmente al acto y empezarían a convocar a lo Uno hasta llenarse de él?

Los poseídos por lo Uno, los entusiastas del psicoanálisis, es así como Lacan nombraba, en 1976, aquello que se produce al final del análisis cuando se llega a preferir, ante todo, el inconsciente. Preferir el inconsciente ante todo es una manera de ser entusiasta de lo Uno. A ello Lacan respondió con un único remedio: el contrapsicoanálisis.

No creo, pues, que el final de un análisis sea comparable a la locura divina, a la manía de Platón, retomada por Jámblico como técnica del entusiasmo. No creo que sea este entusiasmo al que apuntaba Lacan. Estaría más cerca de aquel del que habla Lyotard en su libro El entusiasmo-La crítica kantiana de la Historia. Hace referencia en él a un punto de un texto de Kant que se titula Los conflictos de las Facultades. Se trata, como es sabido, de un conflicto con la Facultad del Derecho cuyos profesantes sostenían que no hay progreso alguno en este mundo, que tanto da, que sólo hay arreglos más o menos buenos. En dicho texto, escrito en 1795, Kant toma el ejemplo de la Revolución francesa. Dice lo siguiente:
“La revolución de un pueblo espiritualmente rico como la que hemos visto producirse en nuestros días, tanto puede tener éxito como fracasar. Puede muy bien verse llena de miserias y de atrocidades, hasta el punto que un hombre reflexivo, si pudiera, al iniciarla por segunda vez, esperar llevarla a cabo con éxito, nunca se decidiría con todo a intentar la experiencia a tal precio. Esta revolución, digo, encuentra sin embargo en los espíritus de todos los espectadores que no han estado implicados ellos mismos en este juego, una toma de posición a nivel de sus anhelos que confina con el entusiasmo y cuya exteriorización misma implicaba un peligro. Toma de posición, pues, que no puede tener otra causa que una disposición moral en la especie humana.”
Veamos el razonamiento de Kant. Para decir que hay algo mejor en la historia, muestra que se producen acontecimientos que hacen que aquel que no participa en ellos quede captado por el entusiasmo. Aquel que no participa es el espectador, es decir, aquel del que no puede sospecharse ningún interés patológico. Está, sin embargo, captado por el entusiasmo, captado en el acontecimiento “según el deseo”. Esto demuestra que hay en el hombre esta disposición moral que el político realista niega, rechazando así la Facultad del Derecho. Y creo que el entusiasmo al que se refiere Lacan no es el de Jámblico sino el de Kant en este texto del Conflicto de las Facultades. ¿Qué es el entusiasmo? Es “aquello sin lo que no puede hacerse nada grande”. Es lo que dice Kant en su Crítica de la facultad de juzgar. “Es un afecto –dice- de tipo vigoroso”.

Esto surge de lo sublime, modo de sentir, en el sentido en que lo emplea Lacan. Kant nos introduce a este punto del siguiente modo: “Lo sublime es un objeto que prepara al espíritu para pensar la imposibilidad de alcanzar la naturaleza en tanto que presentación de las idea”. Hay discordancia. Y Kant prosigue: “La satisfacción obtenida en lo sublime de la naturaleza sólo es negativa”. De hecho, “este sentimiento es -dice- el sacrificio o el expolio de los poderes de la imaginación”. No encuentra nada con lo que ligarse. La imaginación, si bien no encuentra nada con lo que pueda ligarse más allá de lo sensible, se siente con todo ilimitada a causa de la desaparición de sus límites. Y esta abstracción es, por decirlo así, una presentación de lo infinito. Lo bello es todo lo contrario. Lo bello consiste en captar en la naturaleza una forma, una forma limitada que llegue a imponerse como un punto de detención. Con lo sublime, ningún objeto llegará, propiamente hablando, a responder, a detener el juicio por medio de una forma bella. De ahí ese gusto especial, que apareció en el siglo XVIII, por subir a las montañas, gusto que el romanticismo desencadenará.

Lo que Kant encuentra tranquilizador en el entusiasmo sublime es que aquella presentación pura, simplemente negativa, no implica “ningún peligro de Schwärmerei (exaltación) que es una ilusión que consiste en ver algo fuera de todos los límites de la sensibilidad”. Lo que para Kant es tranquilizador en el entusiasmo es que pueda percibirse perfectamente que, una vez sobrepasados los límites, ya no hay más límites. La ilusión consiste en creer que sobrepasados los límites haya un límite. Es lo que Kant denomina “querer soñar según principios, delirar con la razón”. Vemos así la gran ventaja del entusiasmo: con él no se delira con la razón.

Retomemos el ejemplo de la Revolución francesa. Existe el caos. Es efectivo. Nadie sabe cómo van a circular los poderes desencadenados por la revolución. Eso terminará, probablemente, como Burke presiente, con un dictador militar. Pero por el momento esta forma es caótica. No se trata ni de lo bello ni del bien. No es una forma que se imponga. Es evidente que implica los horrores suficientes para que no sea del orden de la bella utopía. Y bien, esto provoca una participación que puede producirse con lo ilimitado del caos. Esta participación implica un gozo. ¿Cuál es este gozo? Es descubrir que incluso lo que se presiente como enorme en el mundo será, de hecho, siempre pequeño en comparación con las ideas de la razón. El desorden que no tiene figura empieza de hecho a evocar “la función del sujeto que es precisamente la de ofrecer una presentación para lo impresentable”. Cito aquí un pasaje de Lyotard que, curiosamente, detesta tanto la idea de sujeto en Lacan. El entusiasmo es, pues, un afecto que denota una relación del sujeto con el saber, con lo presentable.

Tal vez ahora podamos comprender mejor de qué forma se opone a otro afecto del saber: la beatitud.

Lacan hace referencia a esta beatitud en el “procedimiento para el pase”, publicado en el nº 37 de Ornicar? Sitúa ahí el AE (Analista de la École) tal como él lo desea: no retrocede ante los términos de virtud, de coraje. Y opone a ello la beatitud: “El acceso, a la posición equivalente a lo que se llama en otras partes un didacta, ya no se pierde en el tiempo recobrado de la beatitud. Antes bien, incluso está muy lejos de implicarla”. Jacques-Alain Miller subrayó esta oposición entre entusiasmo y beatitud; volvemos a encontrarla aquí. No me parece ahora infundado citar el entusiasmo de la carta a los italianos, de ese texto sobre el AE según los deseos de Lacan, y oponerlo a la beatitud del didacta tipo IPA (International Psychoanalytic Association). Beatitud es un término que fue introducido en Situación del Psicoanalista en 1956, página 460 de los Escritos: “…Beatitudes, tomando este nombre de las sectas estoica y epicúrea de las que es sabido que se proponían como fin alcanzar la satisfacción de la suficiencia”. ¿Qué es lo que querían, los Estoicos y los Epicúreos? Querían la ataraxia. Sobre este punto, no se distinguen el ideal estoico y el ideal epicúreo.

Esta beatitud se deslizó enseguida al mundo cristiano para convertirse en la felicidad eterna de que disfruta el hombre que goza de la visión de Dios. Se convirtió en un título de obispo, aparentemente reservado a los obispos de Oriente. Es sólo a partir de cierta fecha –no he encontrado la fecha exacta– que también pudo llamarse así al papa. Péguy, en los Misterios de la caridad de Juana de Arco, observa lo siguiente: “Es entonces (en la beatitud) cuando no tendríamos nada más que decir porque estaríamos en el reino donde ya no se dice nada”. Lacan toma este término de beatitud en la expresión “… en el tiempo recobrado de la beatitud”.

¿Por qué? En un primer sentido, porque hay eternización de aquel goce apacible. Gozar de Dios no os conduce al entusiasmo, no os conduce a considerar que entre el caos y el concepto hay un sitio para los afectos. Hay la visión bella de ese Dios que es Uno y que os mantiene alejados (?) del deber de Bien decir.

Este término de beatitud Lacan lo utiliza también en Televisión: “Lo sorprendente no es que (el sujeto) es feliz (…) Lo sorprendente (…) es que llegue a la idea de la beatitud, una idea que va bastante lejos como para que se sienta exiliado de ella”. ¿De qué se siente exiliado el sujeto? ¿Del Otro en tanto que vacío de goce? “Por fortuna ahí -dice Lacan- tenemos al poeta para descubrir el asunto”. El sujeto está exiliado del Otro que debemos identificar a “su goce de ella, aquel que Dante no puede satisfacer…”. El exilio del sujeto, el exilio de la beatitud se atribuye al goce del Otro sexo. Es a partir, no del Otro como vacío del goce, sino del Otro en tanto que es el lugar del goce femenino y que el hombre sabe que no puede satisfacer.

El tiempo recobrado de la beatitud es, después de todo, el que Proust construyó en su obra, es decir, el goce de su madre. Él se identificó a ese sujeto excluido para siempre, clavado en su cama, que decididamente no podía ya acostarse de madrugada, con un deseo perfectamente decidido de que no fuera así y con la voluntad de gozar de ello.

¿Cómo es compatible el entusiasmo que produce el análisis con la reducción de los ideales de la persona? Para Kant es el descubrimiento de que no hay nada en la imaginación que pueda responder a lo ilimitado de la ley. ¿Cómo los efectos producidos en los ideales podrían conducir al mismo punto, al punto del entusiasmo? ¿Qué es, entonces, el ideal de la persona? Es un traje en el que uno goza. El Balcón de Genet está ahí para dar testimonio de que bajo los ideales del juez, del sacerdote, del comisario, hay, como en la comedia, colas. Genet introduce una comedia particular porque construye el ritual de aquel goce. La reducción de los trajes de esas personas es lo que hay que esperar del análisis, que el analizante no piense que hay trajes listos ya para gozar, que no tiene que vestirse de juez, de comisario, etc., para encontrar su goce. La reducción de los ideales de la persona se dice: no autorizarse de ninguno de los Nombres-del-Padre para gozar. Esto no quiere decir romper con los Nombres-del-Padre, ni tampoco atravesar una fase de psicosis experimental. Es en tanto que estos Nombres-de-Padre no son ya trajes para gozar que hace falta que el sujeto escoja con resolución pero contra el padre.


Imagen: Pintura de Shinji Himeno
Diagramación & DG: Andrés Gustavo Fernández




[*] Miquel Bassols es Psicoanalista Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y
de la Escuela de la Causa Freudiana [Asociación Mundial de Psicoanálisis]